8.10.12

Diez preguntas para Don Draper



¿Existen en ti las respuestas, o son sólo
meditaciones ante una emergencia,
modos de pensar
cuando encuentras una puerta cerrada
o una mano que te ayuda
en tu miedo
y te prolonga la agonía
despacio?

¿Cómo era ese lugar
del que siempre estás volviendo,
como un hombre triste
y un hombre feliz,
buscando lo que no está iluminado,
los cuartos de hoteles junto a la carretera,
las gaviotas de paso
y los coches dorados?

¿Qué escribes junto a la ventana?
¿Eres una parte de esas frases,
lo mismo que el viajero lo es del tren,
lo mismo que esas frases forman un largo tren,
detenido bajo la lluvia
en tu ventana?

¿Cuál es tu respuesta, Don?
¿Llegar lejos para sentirte solo?
¿Ver un último ángel rubio y disparar sobre él?

¿De dónde vienes, ángel de soledad?
¿Adónde vas?

Tan lejos que estés solo.

¿Dónde vamos contigo todos nosotros?

© Pedro Letai, 2012

10.9.12

En tu boca llovían cuchillos


‘Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos’
(Pablo Neruda)

El final del verano eran las luces en el puerto
ya dormido
y un rayo verde entre dos edificios,
olvidando los huracanes de mercurio
sobre las azoteas calientes.

Bebíamos en la cantina
desde los lentos atardeceres de junio
con aquel brillo de lámparas eléctricas
y la vida encendiéndose,
de oficina en oficina,
bajo el frío metálico de los ventiladores.

Se nos han arrugado los años,
abrazados y ocultos,
y aún es dulce imaginar
la trama de esas calles,
el día desordenándose en la carrocería
de un automóvil rojo;
un paseo con la chica de mis sueños
por los jardines en Hyde Park Gate.

¿Recuerdas? Los caballos
rompían la lluvia con su trote,
las trampas eran parte de tu sangre;
la nieve sofocaba el fuego de tus labios.

Ahora que tú y yo somos
gente que huye
sé que aquello era verdad:
cuando ardía el león y se quebraba el hielo,
cuando tu corazón se anudaba a la escarcha.

Cuando la luz era parte de nosotros.

Cuando el sol extendía su óxido por la arena
y era de nuevo verano,
y te perdías junto al cisne redondo de la luna
y en tu boca
llovían
cuchillos.

Pedro Letai
© 2012

17.8.12

Qué extraño

Para Cecilia y  Felipe. que nunca se van a extrañar.

De ti extraño
sentirme un caballero
y subirte la falda
y bajar al mercado
de la noche y los ruidos.
Extraño tu tristeza
en primer plano,
tus ganas de revolución,
tu boca de tacón afilado,
tu paz,
tus cañones como cuervos
que buscan la sal,
la oscuridad entre besos y abrazos,
la espalda de tu estrella,
el verano en tus gestos,
tu rostro distraído,
los guiños, las maneras,
tu eterna permanencia en mí,
nuestro hogar escondido,
las copas lentas,
las cosas lentas,
la vida lenta pasando
entre tus ojos con alas,
tu lengua en mi oreja,
tu última página,
los susurros,
tu inmensa sombra,
leve,
blanca,
mi piel agitándose sobre ti,
tu mundo sin palabras,
tu olor en las paredes,
tu canción de vapor,
las caricias de mármol,
las caricias de mar,
ser amantes,
tu lucha,
danza en el viento,
lo ágil
de tu danza mortal,
el pequeño umbral
de nuestras estaciones,
tu ausencia finita,
tu voz ahora vacía
y la distancia,
la distancia elevándote a una nube


y muchas cosas más


que ahora no recuerdo


pero que extraño de ti.

Pedro Letai
©2012

22.3.12

Tenía tantas cosas que decirte


Vi los tranvías azules

junto a las casas rojas

y el cielo gris

mezclado con el agua

de los canales.

Y aún así

nada era tan hermoso como tú.


Tenía tantas cosas que decirte.


Vi calles que se llaman Manhattan,

vi Budapest, la nieve sobre mi barrio,

las chicas más guapas

del otro lado del río.

Nada de eso importaba

si no llegabas tú.


Tenía tantas cosas que decirte.


Supe que mi única patria

debía ser nuestra verdad,

que nuestra playa sería el borde

del silencio.

Que las mañanas de aquellas noches felices

no eran más que las manos de mi cadáver.

Que si no alcanzaban tus besos

mis labios serían óxido

buscando el dulce de tu fiesta.


Tenía tantas cosas que decirte.


Aquella noche,

cuando llegaste,

yo tenía tantas cosas que decirte

que sentí que en mis poemas

ya había escrito tu vida entera.


Y que la mía

empezaba ahora,

y la pintarías tú.

© Pedro Letai

2012

29.2.12

Una visita a Caballero Bonald



Y por supuesto, los libros

rodeándonos,

el tren parado

en la última estación del invierno

teñido

por nuestros días de luz,

y el mundo que no ha aprendido

a cambiar ante la violencia constante,

empeñado en esquivar la incertidumbre.


José Manuel

Caballero Bonald me habla

de aquellas copas

en busca de otro bar

con Claudio Rodríguez

-el poeta más realista-, José Ángel Valente,

Carlos Barral, Ángel González -el más bebedor-,

Jaime Gil de Biedma,

y me cuenta una visita a Segovia

junto a Rafael Alberti,

y cómo no le volvió a ver.


Los trucos para escribir las décimas,

los años que pasan entre libro y libro,

las tascas de la calle Ballesta,

las librerías de Moyano,

las primeras ediciones

de aquellos versos en el exilio

que traían su acento del Sur.


Unas horas

más tarde,

al volver a casa

entre algo que debe de ser la noche,

recuerdo aquellas últimas palabras

del poeta ante su poema final:

ahí está todo.

Si yo he hecho algo

que valga la pena-

me dice quien escribió

La noche no tiene paredes-,

debe de estar por ahí, entre estas

que son ya mis últimas páginas.


Su consejo: cuida el lenguaje,

llénate de él,

comprométete ante la vileza

de los tiempos.


Y pienso en un poema

lleno de leones que flotan

y cruzan el mar

mezcla de estrella y viento.


Y vuelve ante mí,

inmóvil,

la sombra del enorme poeta

del 50 en su mecedora:

aquí está todo lo que yo tengo,

todo lo que yo soy.

© Pedro Letai

2012

15.2.12

24 horas en 160 caracteres


Por la mañana

recuerdo el sueño de anoche:

Norman Mailer

no tenía orejas

y yo corría y corría,

pero al despertarme

todo está donde lo dejamos

y la escena me trae

la penúltima lucha.

La luz del sol prendida

en las paredes

del salón

y nuestros cadáveres

tramando su cura

bajo sábanas que cubren

un solo cuerpo.


Extraño hace días esa lluvia

que te hacía leerme

en el sofá.

-Si un día de lluvia

te hace leer mis libros,

-te dije al conocerte-

entonces te deseo una tormenta

larga y hermosa.


A mediodía siento

que todos sabemos el nombre

de aquellos que nos delatarían

en una guerra;

el lugar que ocuparíamos

si el mundo se dividiese

entre oficiales

y soldados.


Yo solo quiero estar contigo,

pensar en ti

en cada batalla,

como Javier Marías.


Por la tarde escribo

que cada vez hay menos fronteras,

o eso dicen.

Pero son más altos los muros,

o eso pienso yo.


Luego tu WhatsApp,

un crochet de izquierda:

Hoy no nos veremos,

quizás mañana.

Quizás siempre.”


Te llamo y me cuelgas.

Hoy no nos veremos,

quizás mañana.

Quizás siempre.


No he necesitado noches de cárcel

para tramar enormes venganzas

por insultos menores,

así que al reflejo de la luna

contraataco con un SMS

que pretende ser

la imitación verosímil

de una victoria:


Dentro de este poema eres real,

fuera solo eres tinta.

Si yo te llamo existes

como el océano al fondo,

como el rugido del tigre.

Si cuelgas no eres más

que un número vacío.”


Y puedo sentir

ya de madrugada

tu sonrisa desenfocada

entre cervezas extranjeras

al descubrirme en tu bolso.


Otro amanecer

para soñarte y volar,

y en pleno aleteo

besar en tus labios

el sabor de vuelta a casa

y de alegría.


Llegará otro día

y más mensajes.


Porque quererte

es también pelear

cada metro

de lo nuestro.


Porque quererte

es también

inventarte cada día.

© Pedro Letai

2012

2.2.12

Entrevidas


I

tu

vida

nace de un océano suave y en sombra

y después eres ojos

ojos con sueños

mañanas que empiezan

con ventanas que se encienden

y un cielo que las apaga

días que para mi

eran poemas

la palabra más dulce

las tormentas

que no pude

entender ni olvidar

los domingos

las madrugadas

las calles frías

los letreros luminosos

las sombras

la luna

los coches usados

la sensación de que hay días

más cortos

que otros

la radio

el humo

y las cosas extrañas

II

y al final estás solo

solo cuando ves

una estrella caer

solo cuando duermes

solo cuando ves el abismo

y otra vez el frío

solo quitándote un anillo

solo en el sonido cálido

y verde

de las palmeras

solo acariciando un animal

III

yo tenía un sueño

yo quise crecer

junto a una autopista

y tener una mujer

y escribirle poemas

y tener un balcón

y decirle

yo solo he venido hasta aquí

para quererte

pero al otro lado del cielo

de la luna

de lo sublime

están las fábricas

y otra vez el frío

los cristales rotos

los aeropuertos

talando vidas

dejándolas vacías

los pájaros que aguardan

el ángel de la noche

los que buscan palabras

que haya dicho un dios

mis padres

y otra vez el frío implacable

que producen las estatuas

IV

a veces reíamos en cualquier merendero

de cómo sería ser de derechas

en un tren con billete

pagado en pesetas

en el bar a punto de cerrar

en una habitación compartida

en todo lo que al final

es un corazón atravesando

el tuyo

a ti que Dante te dio el nombre

con esa rosa en tu cuerpo

que es lo que jamás tendré

por siempre

yo que quise que fueras

mi mujer

por siempre

porque ninguna fue más mujer

porque a ninguna

la quise más mía

porque todo se termina

el alcohol

las amantes inoportunas

las carreteras

todo

V

mi mano

ya no te escribe

sigue el calor

en la noche de verano

siguen los bares

de extrarradio

sigue el sonido dulce

del agua dulce

y las canciones en la radio

y sigue la rosa en tu cuerpo

la rosa de Rilke

se quedan solos mis versos

y al final estás solo

solo cuando mueres

rimando tristeza

y soledad

el último soneto

yéndote

dejando los ojos

ajenos

en lágrimas

que recuerdan

lo que nunca fuiste

ni quisiste ser

cerrando

y llevándote

los ojos propios

llenos aún de

ganas de ser

tantas cosas

que no fueron

tu

vida.

© Pedro Letai

2012

22.1.12

Manifiesto de las mariposas


En el Puerto de Santa María

el hombre que buscaba el mar

cada mañana

vende su laúd

y encuentra a lo lejos

el humo de las fábricas.


En el Valle de Arán

el hombre que llegaba

hasta las estrellas

cada noche

empeña un telescopio,

mientras escucha el sonido del tren

de alta velocidad,

e intuye en lo antes hermoso

una cordillera mecánica.


En los campos de Machado

el hombre que detiene

la vida de un ciervo

ha pagado su fiesta

con monedas que son víboras,

con oro que es cicuta.


Y después ciervo con whisky,

fuego con naturaleza,

petróleo con sal

para el aprendiz de dictador,

cuando al postre

otros ojos encuentran

la nevera más vacía

y otras lágrimas lloran

la factura por pagar.


Y si escribo esto

en Madrid

es porque tú existes,

porque en Madrid

te conocí

y porque siento asco

donde antes una mariposa

nos pintó de corazones rojos.

Porque te besé bajo la lluvia,

porque siempre fue mejor

decir poesía

que decir policía,

porque el que no se calla

puede ser derrotado,

pero no puede ser vencido.

Y porque yo

no quiero olvidar.


Aunque a veces sea mejor

caminar por calles

llenas de olvido,

lejos de los de antes,

e ir muriendo de tu mano

muy despacio.


Aunque muramos

mientras

malditos

nos matan

la vida,

encendiendo luces envenenadas

en un silencio negro

que llena las paredes de disparos

cobrados

donde colgar medallas.

Aunque vivamos

en un oxígeno de sombras.

En un ruido sin lluvia.


Aunque nos quiten todo

y nos inviten al baile

del cáncer y las cenizas,

del odio y las mentiras,

no olvidemos nunca

las mariposas libres

que fuimos

gritando de amor

aquel mes de hace ahora

no tantos vividos.


No olvidemos nunca

las mariposas libres,

la emoción

de los versos

que juntos

siempre

podremos

seguir

inventando,

aunque otros duerman

soñando con cañones.

© Pedro Letai

2011

16.1.12

Nevada, 1995


La noche anterior yo le había dado la mano a Bob Dylan, así que al despertar me di cuenta de que para mí probablemente casi nada tendría ya sentido. Y menos aún en aquella habitación de hotel tan lejos de mi chica. Me imaginé que a partir de entonces mi vida, al menos durante una buena temporada, sería ver las cosas pasar, quedarme largos ratos en el coche escuchando alguna canción, sentarme en la terraza a beber una cerveza con Bea y escuchar los trenes, a lo lejos.


Le había dado la mano a Bob Dylan, ¿qué más podría haber? Sin embargo, cuando al llegar a casa vi que me había llamado Álex y que quería que nos encontráramos en el Nevada, supuse que habría tenido algún problema con esa chica, Clara, y que había que estar allí para escucharlo. Bea no estaba, aunque sí su manojo de llaves, ese que nunca encontraba pero que podría haber abierto cada uno de los portales de Nuevo Méjico. Quería tanto a aquella chica que nada de eso me inquietó.


La barra del bar Nevada era un poco lo de siempre. Jefes con secretarias en los rincones más oscuros, un tipo que se parecía a Eddie Vedder y que era un borracho integral, un camarero que casi nunca era simpático y un desfile de gente que piensa que un escalón más abajo de las aventuras están los problemas. Preferiría tirarme de cabeza a un barril de ácido antes de dejar mi vida en manos de frases como esa, y por eso desde hacía algún tiempo había empezado a hacerme preguntas y a necesitar respuestas. Salía a la calle y a veces conducía hasta las urbanizaciones de la gente rica y de repente estaba mirando las pistas de tenis vacías, de madrugada, preguntándome si las cosas tienen algún sentido y si en cualquier caso merecería la pena que así fuera.


Álex y yo empezamos a frecuentar el Nevada hace algunos años, especialmente por su música. Cuando no sonaba Lou Reed, sonaba Neil Young. O sonaba Bowie e incluso habíamos oído algo de Keith Richards en solitario. Yo me hice amigo de Álex hace mucho tiempo, cuando le oí decir en una fiesta, a propósito de Richards, que en el mundo había dos clases de personas: las que tenían en su casa el Talk is Cheap y las que no, y que estas últimas no le interesaban lo más mínimo. En ese instante comprendí que sería mi único amigo para siempre.


En el Nevada sonaba The Band y sonaba Dylan. La noche después de darle la mano, también escuché en el Nevada a Bob Dylan.


Los problemas de Álex y Clara venían de lejos y traían en su mayoría la misma causa. Álex no quería casarse con Clara, ni con nadie, y Clara quería casarse con Álex, o puede que con cualquiera. Yo tampoco quería casarme con Bea, pero ella creo que tampoco conmigo.


-Ya tío, pero ya sabes que Clara sí, y con ese tema se pone pesadísima, y se obsesiona con sus crucigramas y resulta que ahora apenas me habla. Mira, hoy le digo que me vengo aquí contigo a tomar unas copas, que juega el Madrid con el Galatasaray, y me dice que si la capital de Turquía es Estambul, y que si antes se llamaba Bizancio y que si Constantino el Grande de los cojones le cambió el nombre por el de Constantinopla.


Eddie Vedder ya estaba borrachísimo, e intentando ligar con una de las chicas guapas del barrio, que previsiblemente le cruzaría la cara más pronto que tarde. Álex y yo le dábamos bien al Camel y al whisky, mientras yo rebuscaba en mi abrigo algún resto del concierto de anoche que se pudiera fumar y que no fuera la mano de Dylan.


Afuera hay autobuses amarillos y gente que sale de comercios con letreros eléctricos. La vida en la ciudad da vueltas como un gato metido dentro de una lavadora que es otro gato. Yo trato de animar a Álex mientras alguien pide a Simon&Garfunkel en el descanso del partido. Finalmente suena en el Nevada Jimi Hendrix y Álex me sonríe después de un buen rato.


-¿Qué será de nosotros, tío?


-Los únicos que saben lo que les espera son los que no esperan nada-le contesto yo. Y lo peor de todo es que eso no lo he leído en ningún sitio.


La barra del Nevada empieza a calentarse en el segundo tiempo, ya con las oficinas cerradas y las mentiras y los hielos derritiéndose a marchas forzadas. Veo entrar y salir gente. Algunos están solos y da la sensación de que su vida es una larga escalera y ellos están sentados en el último peldaño. Otros están con alguien y se ríen de algo que hay dentro de su conversaciones. Miro al camarero y con sus ojos a la gente otra vez. Todos son unos desconocidos, tanto los que conoce como los que no. Al final es igual que si trabajas en el puesto de peaje de una autopista. Los coches se acercan despacio y todos los hombres que van dentro tienen una historia que no quieren contar. Sencillamente, se paran junto a ti y si estás de suerte te sonríen y te dan unas monedas a cambio de tu silencio.


La chica guapa de Eddie Vedder se ha ido ya, harta de que todos se las den de listos con ella. Es lo que tiene ser la chica guapa del barrio, el tiempo que le dure.


Laudrup marca el cuarto del Madrid, la gente grita y Álex y yo empezamos a sobrar ahí, como los restos de un pastel de cumpleaños.


-Te equivocas-dice una chica a nuestro lado-, no es esa clase de mujer.


-No, nena, eres tú la que se equivoca. Todas las mujeres sois esa clase de mujer-, contraataca el tipo.


-No tío, no es así-dice ella-. Funciona con los imbéciles, pero no con las mujeres. Todos los imbéciles sois ese tipo de imbécil, eso seguro.


Al rato, Laudrup da otro pase de escándalo y el Madrid marca el seis a uno.


-Joder, tío, seis a uno-, me dice Álex. -Qué putada ser turco y gastarte la pasta en venir a Madrid a ver esto y al aeropuerto. Y, al fin y al cabo, como diría Clara, no dejan de ser los herederos del imperio Otomano.


Veo que me lo ha dicho sin rastro alguno de amargura y que mis ojos en el espejo ya no son azules y que nuestros nombres a esas horas ya son otros; y que la música después del fútbol está hecha del rugido de los tigres y el ritmo de las olas.


Cuando nos despedimos, dejo atrás el Nevada y me vuelvo a casa pensando que si a veces hiciéramos las cosas al revés, entonces serían verdad.


-No puedo creerlo-me dice Bea al abrir la puerta-. ¡Le has dado la mano a Bob Dylan!


Y yo, que venía todo el camino pensando en que quiero que mi contestador diga: hola, soy Bea y ahora no estamos en casa, deja tu mensaje después de oír la señal, la abrazo tan fuerte como si le estuviera intentando contagiar mi vida entera.


-Cásate conmigo, ¿quieres?

© Pedro Letai

2012