26.8.10

Valladolid


Me lo tuve callado

por pudor

o por prudencia.

Desde que llegaste

estoy mejor,

por tus besos

y por ir a conciencia.


Habrá tiempo para cantar victoria,

no tenemos prisa.

Lo que germina lento es más fuerte

y tiene más vida.

Unas rabas, unos martinis

y después veremos

cómo pinta esta fiesta

y buscaremos la salida.


Yo también tengo

que abrir compuertas.

También temo que salga mal,

a pesar de lo que parezca.

No sólo eres tú

la que sufre mi inconsciencia.


No te puedo dar a elegir,

los detalles no se acuerdan.

Entre lo que te gusta de mi

y lo que te sobra

tendrás tú que decidir.

Tú sola, a tumba abierta.


También tengo mis zonas muertas

y miedo de echar a correr

a pesar de lo que tú creas.

No sólo eres tú

la que sufre mi indecencia.

Si hago trampas

y tú sabes demasiado

y mis malas compañías

y la droga para aguantar.

Los ajustes de cuentas

tan internos y profundos

que son sólo míos

y los ignora la gente

al pasar. Tanta gente.


Las perlitas de Valladolid

se acostaron tarde ayer.

Escribe una canción

para mi,

me decía a última hora

la reina de la decadencia.

No para

las que te hacen daño

y no merecen tu paciencia

ni tu prosa ni tu tristeza

de poesía en urgencias.


Creer que vuelas al fin

y caer, caer.

Otra vez la inconsciencia,

con el miedo en la esquina

de cualquier falda descontenta.

© Pedro Letai

2010

19.8.10

Templar y bailar


"Nada, y luego sacó la guitarrita, cerró por dentro y estuvimos ahí cantando flamenquito como hasta la una y media, que yo me fui porque estaba cansado" – dice el tipo por el móvil mientras pasea a su perro a cuarenta grados, con gafas de sol y con una resaca como un piano de cola. La mujer, cornuda y mentida, pero sabida, le corta seco al otro lado de la línea. O eso me imagino yo.

Después imagino lo de siempre. Lo perdedor que soy, las chicas malas que había conocido, siempre con buen corazón, las chicas buenas que había encontrado, siempre con entrañas de serpiente, las cajetillas de Chesterfield, Bob Dylan, los amores eternos que duran cuatro años, la depresión de Rocío, las ciudades oscuras, las historias pasionales, las tardes encerrado en casa, un salón sin luz, dos entradas, la nostalgia, la tristeza. Dylan.

Y aquella tarde con mi chica en el parque, todo violeta. Ella me dijo que para ella lo único en la vida era bailar. ¿Y yo? ¿Acaso yo le importaba algo? Supongo que tampoco teníamos mucho futuro. A ella le gustaba Justin Timberlake. Qué falta de respeto. A mi, por aquel entonces, me parecía que Cameron Díaz tenía un polvo impresionante. Qué atropello a la razón.

Y mi amigo, con una camiseta que ponía Italia, con dos botones abiertos dejando entrever su cadena de Comunión, delgada y dorada. Qué horterada. Contándome cómo su novia lloraba porque no le venía la regla y pensaba que estaba embarazada y cómo a él se le partía el corazón cuando ella lloraba y cómo se casaban en diez días. Y yo no entendía nada, porque casarse es horrible, habría que llorarlo sin parar, y tener un hijo en cambio ha de ser maravilloso. Pero en fin, era mi amigo y como tal le quería.

Desde entonces Madrid. La hipocresía de la izquierda casposa y siniestra madrileña, en los círculos literarios en los que me movía. Cuatro tíos en un cafelito, bebiendo cosas con tónica, hablando de horteradas y de Artaud y de Puerto Urraco. Inaguantable.

Necesitaba desesperadamente salir de todo eso. Del flamenquito, la infidelidad, el ex novio de Britney, Britney, las cadenas de Comunión y los horteras. Sólo me valía lo de ver a tu chica llorar y que se te parta el corazón. Eso claro, siempre. Pero el resto no.

Y volver a aquella tarde con mi chica en el parque, todo violeta. Y volver a su piel, mi temple.

Un whisky con hielo y aquella tarde con mi chica en el parque.

© Pedro Letai

2010

17.8.10

La memoria en sus manos


Me resultó duro volver a entrar en esa casa. Pequeña y coqueta, como ella, entre sus cuatro paredes habían sucedido muchas cosas. Algunas llenas de amor, pero también muchas otras rebosantes de dolor. Y yo, así de mal me habían hecho, tendía a acordarme siempre más de ésas últimas.

Yo ya hacía mis planes desde hacía tiempo, tratando de saber quién era y de recuperar el control sobre mi vida, que se había quedado un poco sola y desordenada. Las cosas podían mejorar, aún no había superado todo aquello. Puede ser, me decía cada mañana, que lo malo acabe hoy. Pero luego nunca era así.

Los vi en un rincón, tal y como los recordaba. Azul el uno, naranja el otro y de un híbrido entre el amarillo y el verde, ella decía que totalmente verde, el tercero. No pude menos que sonreír, aunque me inundó una enorme melancolía. Pero ya era un sentimiento que controlaba, pues era lo único que quedaba en mi armario para vestirme a diario de persona sin dignidad.

“¿Se acordarán de mi, tú crees?”

Los peces no tienen memoria, cariño”.- Me respondió ella sin tratar de ser brusca. Y no lo fue. Nunca lo era. Aún así, y pese a lo infantil del tema, no pude evitar una mueca de cierta decepción.- “Pero, si no, seguro que se acordarían. Los cuidabas mucho”.

Recogí mi libro de Auster que tantas veces le había exigido, me recordó que le debía una pasta y, nuevamente con dulzura, me emplazó a pagárselo cuando encontrara un trabajo normal. Dedicarse a escribir, al parecer para ella, no era normal en absoluto. Para mi madre tampoco lo era. Y, si la normalidad se medía por el rendimiento de la cuenta corriente a final de mes ambas, como siempre, tenían razón.

Después iniciamos la típica conversación que siempre te prometes no tener y siempre acabas teniendo. Cuándo se acabó el amor, cómo pudimos hacernos tanto daño cuando lo teníamos todo a favor. Cómo, en fin, no habíamos vuelto a ser felices desde aquel día. Y había pasado ya mucho tiempo, demasiado.

“Va, no nos pongamos tristes, niño”.

“Claro, bueno muchas gracias por el libro. Hablamos y te prometo que te devolveré eso en cuanto pueda. Probablemente en enero, ¿vale?”.

“No te preocupes. Cero prisa, ya sabes. Hablamos”.

Y hacia la puerta.

Espera, ven”.- Me cortó. Me cogió fuerte ambas manos. Muy fuerte.

“¿Qué pasa?”- Pregunté entre extrañado y algo divertido.

Pasa que echo de menos tus manos cada noche desde que nos separamos y no puedo dormir”.

“¿Y así, rompiéndomelas, te sentirás mejor?” – Hice la broma porque estaba a punto de derrumbarme por completo en medio de aquel salón.- “Yo también echo de menos a los peces”.

No. Pero así te sentirán fuerte y te recordarán siempre. Porque las manos sí tienen memoria”.

Después me acarició la mejilla indicándome que había llegado el momento de irse. Fue la caricia más suave que he sentido jamás.

Y, con su caricia suave y nuestra historia entre sus manos, las que sí tienen memoria, mi vida se volvió a partir en dos.

© Pedro Letai

2010

14.8.10

Poetas en fiestas


Ya casi amanece un día más. Mi barrio está en fiestas y sin embargo falta mucha, muchísima gente. Me crucé con un gaitero volviendo a casa y pensé que me estaba volviendo loco. Un gaitero en pleno centro de Madrid, a las siete de la mañana. Pero así era. El tipo pasó de largo y me miró de reojo, con el brillo de la madrugada nublándole la vista. No parecía sidra todo aquello.

Pensé en que la mayoría de gente que conocía estaba mucho mejor que ese gaitero y que yo. A punto de despertarse para desayunar en alguna terraza con vistas al mar. Quizá con su chica de una mano y con la del As de la otra, inmejorable combinación, Luego tendrían un día tranquilo y descansarían. Si eran muy horteras le llamarían desconexión. Si no, simplemente, disfrutarían del verano y de la brisa húmeda y de la cerveza fría del bar de todos los años.

Me quedé, yo sí, desconectado y sin la llamada que siempre esperaba y me senté en la acera a fumar un cigarrillo que ya no sabía ni a gloria ni a nada. Ni siquiera a nicotina. Me acordé mientras de que una buena amiga, años atrás, me había contado que en su barrio se enamoraban los poetas cuando había fiestas. Quizá ahora en mi calle pasase lo mismo.

El frutero de mi portal me llamaba “el poeta”, con mucha sorna, porque un día llegué a casa tan tarde que él ya estaba currando y tan borracho que antes de comprarle un plátano le recité entero “Contra Jaime Gil de Biedma”. Y él se reía y desde entonces me lo pedía siempre, le gustaba el verso de “¡si no fueses tan puta!”. Se reía y me regalaba un tomate grande y dos patatas para que me hiciera una ensalada reparadora. “Ponle dos de atún, poeta, ¡que andas muy flaco!”.

Así que los poetas de Lavapiés se enamoraban en las fiestas. En Santa Isabel esquina Salitre, en Buenavista, en las tascas. En las verbenas. Quizá, entonces, me tocaba a mi enamorarme ahora.

Pero amanecía y se acababan las fiestas un año más. El periódico de la mañana venía otra vez sin chica y yo seguía esperándote sentado en esa acera, que no es otra cosa que el borde inalcanzable de ti y de lo único que antes compartíamos. La felicidad.

© Pedro Letai

2010

10.8.10

'Cinco años y un beso' ya a la venta


Bueno compañer@s, han sido cinco años, al menos, de caminar a solas y a veces no tanto. Cinco años de recuerdos, de canciones, de escalofríos, de aprender, de sufrir, de recordar, de llorar, de besar... Y aquí están esas vivencias.

Ya podéis comprar a través de la web y del sistema PayPal (fácil, tardaréis 2 minutos) un ejemplar de 'Cinco años y un beso', mi primer libro, que recoge mucho de lo que se ha publicado en este blog y bastantes cosas más. Mil gracias a tod@s por acompañarme en este bonito camino y que lo disfrutéis mucho. Cuento con vosotros para compartir muchos años y muchos besos más. Un abrazo, PL

5.8.10

Champagne-Ibuprofeno-Champagne


No hay vuelo directo Nueva York-Bilbao. Y son casi las tres de la mañana.

-No te preocupes, no necesitamos vasos.

-¿Ah no?-le contesté yo- ¿no eres escrupulosa? ¿compartimos?

-Hay una botella para cada uno, hombre, ¿qué pensabas? ¡Hay cosas que celebrar!- dijo ella. Y luego ese gesto con los labios como entre la duda y la risa a punto de estallar que a mi tanto me gustaba. Varias repeticiones.

Y dos botellas gigantes de Moët Chandon, como en las películas. Verdes, frías, preciosas. Tentadoras, canallas, tardías. Frescas y apetecibles.

Así que ahí estaba yo, en una enorme habitación de un hotel perdido en el campo bebiéndome a morro una botella de champagne francés, tumbado en un sofá con una chica que hacía lo mismo, aunque más despacio.

Podría ser ahora mismo Charly García, pensé, porque yo siempre quise ser Charly García cuando todo el mundo quería ser Kurt Cobain. Porque Cobain era más guapo, y rubio y frágil. Pero Charly es rock puro y ahí sigue, jodiendo al personal. Y además es mejor músico y menos gilipollas que el otro que, pobre, se voló la cabeza. Pero era un idiota.

Y de Bilbao a Nueva York debería haber un vuelo directo.

Y ella nota que yo me estoy sintiendo Charly García y me sonríe. Y yo noto que lo nota.

Y la sonrío, claro.

Y es que ahora deberíamos escuchar algo de los Stones… Pero de los Stones buenos, de los que hacían música, de los que hacían blues. Algo del Sticky Fingers o del Exile… O del Some Girls, como mucho. Pero no hay música, ni en la cama ni en el living.

Yo llevaba dos años muy puteado, con un divorcio a las espaldas y un cambio de vida radical y repentino que andaba aún digiriendo. Durmiendo mal, perdiendo peso, ganando ojeras… Mal. Pero ahora estaba mejor y de ahí las cosas que había que celebrar y el hotel a las afueras y el champagne y el plan que habíamos organizado un poco entre los dos, entre esa chica y yo.

Me acababan de publicar mi primer libro y llevaba escritas 221 páginas del segundo. Y tenía en la cabeza, fácil, las 140 ó 160 siguientes. Las podría vomitar de una vez. De hecho había pensado en contratar una secretaria de piernas largas a la que dictárselo y en dos días y una mañana habríamos acabado el libro, que sería mucho mejor que el primero. Pero no tenía dinero y además yo luego me querría acostar con mi ayudante, o secretaria, y todo sería un desastre porque ella tendría un marido encantador y dos hijos preciosos. Y también querría acostarse conmigo porque claro, 36 años y sólo se ha acostado con su novio de toda la vida, desde el colegio. Y lo del escritor maldito y todas esas mentiras.

Pero la chica del champagne tiene también largas piernas y me gusta salir a pasear con ellas. Y me gusta ella, qué demonios. Así que nada, el segundo libro tardará en llegar pero llegará. Y ahí me retiraré para siempre. Aunque soñaba con el tercero, la verdad.

Ella habla poco y es del otro lado del mundo, así que cuando habla lo hace con la “s”. Y es que la “s” la define. Es Sana, es Sencilla, es Sincera y es Sobria. Y eso me gusta. Le gusta emborracharse, “alcoholisarse”, dice ella. Y tomar pastillas, montones. Pero eso a mi también y me encantaría que un día lo hiciéramos juntos. Emborracharnos, tomar pastillas y despertarnos entre fatal y muy divertidos.

No sé en qué momento se acabó el champagne o la noche. Después me desperté y regresé a ese salón de habitación de hotel. Y por ahí estaba nuestra ropa, recogida la suya y desperdigada la mía. Una caja de pastillas para el dolor, una botella a medias, caliente, imbebible. Y un conato de tristeza entre las cortinas.

Entonces sentí cómo ella me abrazaba por detrás con un beso entre el cuello y la espalda que significaba “buenos días”. Un buenos días sano, sencillo, sincero. Sobrio. Y me sentí contento a su lado.

Y tranquilo.

Y pensé, en fin, que de alguna forma se podría llegar de Nueva York a Bilbao con aquella chica aunque, estaba casi seguro, no había vuelo directo.

© Pedro Letai

2010

2.8.10

Sonidos a Beatriz


Es agosto y es lunes, como casi siempre, y pasan pocas cosas. Raúl marcó el domingo, como casi siempre, y también viste a la chica de tu amigo sobándole el culo a otro de los socios, mal asunto. Eso fue en la noche del sábado, donde siempre ocurren cosas raras, tormentas breves y tonterías bañadas en un whisky cada vez más insufrible. En la noche del sábado en la que ya nada huele a nada que no sea tabaco o que dé absolutamente igual. Como las pintadas en los cuartos de baño, que huelen a tabaco y dan igual. Aquello de “Ramos maricón, peazo hijoputa”, “Casti y Ana 2002” o el clásico “647589621 llámame y te la xuparé como una perra”. Chorradas que ni huelen ni duelen pero que están ahí, imperceptibles hasta moletar.

Porque hubo épocas de olores que dolían mucho, pero eso era antes. Y ahora huele a verano y a todo lo demás, que es nada.

Y yo que cuando fuera mayor quería ser un tipo duro de los de verdad, de esos que destrozan corazones y de vez en cuando también la cara de algún idiota aspirante a gallito de barrio. De esos que no bailan, como escribió Mailer, y de esos, desde luego, que no lloran jamás. De esos a los que una ex novia guiri les había compuesto una horrible y cursi canción al desvirgarla a los quince en un pueblo de la costa.

Y resulta que ahora, olvidados los olores y cuando he cruzado el Missisipi y hasta me he comprado el sombrero de segunda mano que siempre busqué, son los sonidos los que no me dejan olvidar. Ahora que ya nada huele resulta que todo suena a aquellos días. Sonidos que suenan a riesgo, sonidos que suenan a soledad y a suciedad, sonidos que suenan a que una vez estuviste donde tenías que estar y la cagaste. A subir a las alturas y descender a lo peor. Sonidos a ella y a todo aquello, al fin y al cabo. Sonidos a su cintura y su pelo largo. El del paso de cebra, con los hombros al aire. El de las pelis de Pacino, el de regar los bonsáis por la mañana con una coleta y el del así no tío, así nunca más.

Y es que aunque todo huela a verano, o incluso a nada, y aunque aspiraras a tipo duro unos años, nunca vas a escapar del sonido de la mujer a la que amas.


© Pedro Letai

2010