22.1.12

Manifiesto de las mariposas


En el Puerto de Santa María

el hombre que buscaba el mar

cada mañana

vende su laúd

y encuentra a lo lejos

el humo de las fábricas.


En el Valle de Arán

el hombre que llegaba

hasta las estrellas

cada noche

empeña un telescopio,

mientras escucha el sonido del tren

de alta velocidad,

e intuye en lo antes hermoso

una cordillera mecánica.


En los campos de Machado

el hombre que detiene

la vida de un ciervo

ha pagado su fiesta

con monedas que son víboras,

con oro que es cicuta.


Y después ciervo con whisky,

fuego con naturaleza,

petróleo con sal

para el aprendiz de dictador,

cuando al postre

otros ojos encuentran

la nevera más vacía

y otras lágrimas lloran

la factura por pagar.


Y si escribo esto

en Madrid

es porque tú existes,

porque en Madrid

te conocí

y porque siento asco

donde antes una mariposa

nos pintó de corazones rojos.

Porque te besé bajo la lluvia,

porque siempre fue mejor

decir poesía

que decir policía,

porque el que no se calla

puede ser derrotado,

pero no puede ser vencido.

Y porque yo

no quiero olvidar.


Aunque a veces sea mejor

caminar por calles

llenas de olvido,

lejos de los de antes,

e ir muriendo de tu mano

muy despacio.


Aunque muramos

mientras

malditos

nos matan

la vida,

encendiendo luces envenenadas

en un silencio negro

que llena las paredes de disparos

cobrados

donde colgar medallas.

Aunque vivamos

en un oxígeno de sombras.

En un ruido sin lluvia.


Aunque nos quiten todo

y nos inviten al baile

del cáncer y las cenizas,

del odio y las mentiras,

no olvidemos nunca

las mariposas libres

que fuimos

gritando de amor

aquel mes de hace ahora

no tantos vividos.


No olvidemos nunca

las mariposas libres,

la emoción

de los versos

que juntos

siempre

podremos

seguir

inventando,

aunque otros duerman

soñando con cañones.

© Pedro Letai

2011

16.1.12

Nevada, 1995


La noche anterior yo le había dado la mano a Bob Dylan, así que al despertar me di cuenta de que para mí probablemente casi nada tendría ya sentido. Y menos aún en aquella habitación de hotel tan lejos de mi chica. Me imaginé que a partir de entonces mi vida, al menos durante una buena temporada, sería ver las cosas pasar, quedarme largos ratos en el coche escuchando alguna canción, sentarme en la terraza a beber una cerveza con Bea y escuchar los trenes, a lo lejos.


Le había dado la mano a Bob Dylan, ¿qué más podría haber? Sin embargo, cuando al llegar a casa vi que me había llamado Álex y que quería que nos encontráramos en el Nevada, supuse que habría tenido algún problema con esa chica, Clara, y que había que estar allí para escucharlo. Bea no estaba, aunque sí su manojo de llaves, ese que nunca encontraba pero que podría haber abierto cada uno de los portales de Nuevo Méjico. Quería tanto a aquella chica que nada de eso me inquietó.


La barra del bar Nevada era un poco lo de siempre. Jefes con secretarias en los rincones más oscuros, un tipo que se parecía a Eddie Vedder y que era un borracho integral, un camarero que casi nunca era simpático y un desfile de gente que piensa que un escalón más abajo de las aventuras están los problemas. Preferiría tirarme de cabeza a un barril de ácido antes de dejar mi vida en manos de frases como esa, y por eso desde hacía algún tiempo había empezado a hacerme preguntas y a necesitar respuestas. Salía a la calle y a veces conducía hasta las urbanizaciones de la gente rica y de repente estaba mirando las pistas de tenis vacías, de madrugada, preguntándome si las cosas tienen algún sentido y si en cualquier caso merecería la pena que así fuera.


Álex y yo empezamos a frecuentar el Nevada hace algunos años, especialmente por su música. Cuando no sonaba Lou Reed, sonaba Neil Young. O sonaba Bowie e incluso habíamos oído algo de Keith Richards en solitario. Yo me hice amigo de Álex hace mucho tiempo, cuando le oí decir en una fiesta, a propósito de Richards, que en el mundo había dos clases de personas: las que tenían en su casa el Talk is Cheap y las que no, y que estas últimas no le interesaban lo más mínimo. En ese instante comprendí que sería mi único amigo para siempre.


En el Nevada sonaba The Band y sonaba Dylan. La noche después de darle la mano, también escuché en el Nevada a Bob Dylan.


Los problemas de Álex y Clara venían de lejos y traían en su mayoría la misma causa. Álex no quería casarse con Clara, ni con nadie, y Clara quería casarse con Álex, o puede que con cualquiera. Yo tampoco quería casarme con Bea, pero ella creo que tampoco conmigo.


-Ya tío, pero ya sabes que Clara sí, y con ese tema se pone pesadísima, y se obsesiona con sus crucigramas y resulta que ahora apenas me habla. Mira, hoy le digo que me vengo aquí contigo a tomar unas copas, que juega el Madrid con el Galatasaray, y me dice que si la capital de Turquía es Estambul, y que si antes se llamaba Bizancio y que si Constantino el Grande de los cojones le cambió el nombre por el de Constantinopla.


Eddie Vedder ya estaba borrachísimo, e intentando ligar con una de las chicas guapas del barrio, que previsiblemente le cruzaría la cara más pronto que tarde. Álex y yo le dábamos bien al Camel y al whisky, mientras yo rebuscaba en mi abrigo algún resto del concierto de anoche que se pudiera fumar y que no fuera la mano de Dylan.


Afuera hay autobuses amarillos y gente que sale de comercios con letreros eléctricos. La vida en la ciudad da vueltas como un gato metido dentro de una lavadora que es otro gato. Yo trato de animar a Álex mientras alguien pide a Simon&Garfunkel en el descanso del partido. Finalmente suena en el Nevada Jimi Hendrix y Álex me sonríe después de un buen rato.


-¿Qué será de nosotros, tío?


-Los únicos que saben lo que les espera son los que no esperan nada-le contesto yo. Y lo peor de todo es que eso no lo he leído en ningún sitio.


La barra del Nevada empieza a calentarse en el segundo tiempo, ya con las oficinas cerradas y las mentiras y los hielos derritiéndose a marchas forzadas. Veo entrar y salir gente. Algunos están solos y da la sensación de que su vida es una larga escalera y ellos están sentados en el último peldaño. Otros están con alguien y se ríen de algo que hay dentro de su conversaciones. Miro al camarero y con sus ojos a la gente otra vez. Todos son unos desconocidos, tanto los que conoce como los que no. Al final es igual que si trabajas en el puesto de peaje de una autopista. Los coches se acercan despacio y todos los hombres que van dentro tienen una historia que no quieren contar. Sencillamente, se paran junto a ti y si estás de suerte te sonríen y te dan unas monedas a cambio de tu silencio.


La chica guapa de Eddie Vedder se ha ido ya, harta de que todos se las den de listos con ella. Es lo que tiene ser la chica guapa del barrio, el tiempo que le dure.


Laudrup marca el cuarto del Madrid, la gente grita y Álex y yo empezamos a sobrar ahí, como los restos de un pastel de cumpleaños.


-Te equivocas-dice una chica a nuestro lado-, no es esa clase de mujer.


-No, nena, eres tú la que se equivoca. Todas las mujeres sois esa clase de mujer-, contraataca el tipo.


-No tío, no es así-dice ella-. Funciona con los imbéciles, pero no con las mujeres. Todos los imbéciles sois ese tipo de imbécil, eso seguro.


Al rato, Laudrup da otro pase de escándalo y el Madrid marca el seis a uno.


-Joder, tío, seis a uno-, me dice Álex. -Qué putada ser turco y gastarte la pasta en venir a Madrid a ver esto y al aeropuerto. Y, al fin y al cabo, como diría Clara, no dejan de ser los herederos del imperio Otomano.


Veo que me lo ha dicho sin rastro alguno de amargura y que mis ojos en el espejo ya no son azules y que nuestros nombres a esas horas ya son otros; y que la música después del fútbol está hecha del rugido de los tigres y el ritmo de las olas.


Cuando nos despedimos, dejo atrás el Nevada y me vuelvo a casa pensando que si a veces hiciéramos las cosas al revés, entonces serían verdad.


-No puedo creerlo-me dice Bea al abrir la puerta-. ¡Le has dado la mano a Bob Dylan!


Y yo, que venía todo el camino pensando en que quiero que mi contestador diga: hola, soy Bea y ahora no estamos en casa, deja tu mensaje después de oír la señal, la abrazo tan fuerte como si le estuviera intentando contagiar mi vida entera.


-Cásate conmigo, ¿quieres?

© Pedro Letai

2012

7.1.12

Yo soy contigo (Ray Loriga)


Yo quiero hablar

de la nueva perilla

de Juan Marsé

y acabo escribiendo

un poema

sobre Ray Loriga

que es asomarme a nosotros.


Qué sabré yo de Ray Loriga.


Ray Loriga en una noche calurosa,

cuando el cielo nos estrangula

con unas manos rojas.

Cuando Madrid en verano

no es tan perfecto

porque algo de ella

siempre pertenece al dolor.


Después Ray Loriga acercándose

a un balcón,

en el 32 de la Cava Baja,

diseccionando el recuerdo

de una mujer

como un cirujano

que no ha leído

Madame Bovary

pero que es frío

como el invierno

de hace ya siete años,

cuando la nieve

hundió nuestra calle

y yo me preparé

una lápida metálica

en la que enterrar

mi primera vida.


Aquel frío,

con la lluvia golpeando

lentamente

la vieja casa

en la que al tiempo

me enamoré de ti.


La calefacción se va,

el teléfono no funciona.


Yo me alimento de Lorca

en Nueva York,

de pensar cómo sería

de maravillosa Roma

cuando tú estabas allí,

de sentir miedo

y de engañarme pensando

en la torre Eiffel

a mis treinta.


Y todo es de verdad.

Como Neruda,

como la Plaza Roja de Moscú.

Como el olor.


Ray Loriga se acerca lentamente

al miedo de empezar otra novela

mientras yo te escribo otro poema

después de perderte

tras las escaleras del metro,

buscando tu última mirada

de Patti Smith

como Ray Loriga busca la de Sylvia Plath

en todas las chicas que ha conocido.


Aquel frío

hasta que llegaste tú.


Era septiembre

y lejos del mar

me dijiste

-Yo no soy la chica rubia

de Ray Loriga,

ni me pinto las uñas

de rojo Las Vegas.

A mí no me puedes querer

sin antes abrazarme.

No, no puedes.


Y yo te oculto

otra vez

mi vida

detrás de un poema

sobre Ray Loriga.


Y no tengo ni ganas

ni fuerzas

para hablar

de la nueva perilla

de Juan Marsé.


Porque yo soy contigo

desde que te vi.


Tú y yo

corriendo por las calles

de Madrid.


Donde ya no hay frío.

© Pedro Letai

2012

3.1.12

En resumidas cuentas


Hay mujeres

que hacen que mientas

al conserje de un hotel,

cuando sacas la cartera

y crees que jamás

has visto

una chica tan bonita.


Igual que hay otras mujeres

que hacen

que te mientas

a ti mismo

toda una vida,

fingiendo haber encontrado

lo que nunca te atreviste a buscar.


Igual que hay noches

en las que lloras,

y piensas en Jimmy Hendrix

con un sombrero blanco,

o en Lou Reed escribiendo

un poema

junto a las luces rojas

del otro lado de la ciudad.


-En el principio no existía nada de esto-,

te dices.


Igual que hay tardes en las que

todo es perfecto,

o lo parece.

Se oye el mar,

alguien toma un Martini

con aceituna

y tu chica te dice

-Solo faltaría

que las gaviotas

recitasen a Poe.


Igual que hay otras tardes

en las que,

sin embargo,

ves a lo lejos los rascacielos

y sientes cómo una apisonadora

conduce por encima de tus sueños.


Y piensas cuánto te ha cambiado la vida.


Igual que hay mañanas,

como la de hoy,

en las que despierto

de un bombardeo

y siento miedo

de que nuestro amor

se nos vaya,

a la deriva,

entre las costuras

de la realidad.


Así que,

en resumidas cuentas,

hasta que me abrazas

cada día

tengo la absoluta certeza

de que he estado en el infierno.

© Pedro Letai

2011