16.1.12

Nevada, 1995


La noche anterior yo le había dado la mano a Bob Dylan, así que al despertar me di cuenta de que para mí probablemente casi nada tendría ya sentido. Y menos aún en aquella habitación de hotel tan lejos de mi chica. Me imaginé que a partir de entonces mi vida, al menos durante una buena temporada, sería ver las cosas pasar, quedarme largos ratos en el coche escuchando alguna canción, sentarme en la terraza a beber una cerveza con Bea y escuchar los trenes, a lo lejos.


Le había dado la mano a Bob Dylan, ¿qué más podría haber? Sin embargo, cuando al llegar a casa vi que me había llamado Álex y que quería que nos encontráramos en el Nevada, supuse que habría tenido algún problema con esa chica, Clara, y que había que estar allí para escucharlo. Bea no estaba, aunque sí su manojo de llaves, ese que nunca encontraba pero que podría haber abierto cada uno de los portales de Nuevo Méjico. Quería tanto a aquella chica que nada de eso me inquietó.


La barra del bar Nevada era un poco lo de siempre. Jefes con secretarias en los rincones más oscuros, un tipo que se parecía a Eddie Vedder y que era un borracho integral, un camarero que casi nunca era simpático y un desfile de gente que piensa que un escalón más abajo de las aventuras están los problemas. Preferiría tirarme de cabeza a un barril de ácido antes de dejar mi vida en manos de frases como esa, y por eso desde hacía algún tiempo había empezado a hacerme preguntas y a necesitar respuestas. Salía a la calle y a veces conducía hasta las urbanizaciones de la gente rica y de repente estaba mirando las pistas de tenis vacías, de madrugada, preguntándome si las cosas tienen algún sentido y si en cualquier caso merecería la pena que así fuera.


Álex y yo empezamos a frecuentar el Nevada hace algunos años, especialmente por su música. Cuando no sonaba Lou Reed, sonaba Neil Young. O sonaba Bowie e incluso habíamos oído algo de Keith Richards en solitario. Yo me hice amigo de Álex hace mucho tiempo, cuando le oí decir en una fiesta, a propósito de Richards, que en el mundo había dos clases de personas: las que tenían en su casa el Talk is Cheap y las que no, y que estas últimas no le interesaban lo más mínimo. En ese instante comprendí que sería mi único amigo para siempre.


En el Nevada sonaba The Band y sonaba Dylan. La noche después de darle la mano, también escuché en el Nevada a Bob Dylan.


Los problemas de Álex y Clara venían de lejos y traían en su mayoría la misma causa. Álex no quería casarse con Clara, ni con nadie, y Clara quería casarse con Álex, o puede que con cualquiera. Yo tampoco quería casarme con Bea, pero ella creo que tampoco conmigo.


-Ya tío, pero ya sabes que Clara sí, y con ese tema se pone pesadísima, y se obsesiona con sus crucigramas y resulta que ahora apenas me habla. Mira, hoy le digo que me vengo aquí contigo a tomar unas copas, que juega el Madrid con el Galatasaray, y me dice que si la capital de Turquía es Estambul, y que si antes se llamaba Bizancio y que si Constantino el Grande de los cojones le cambió el nombre por el de Constantinopla.


Eddie Vedder ya estaba borrachísimo, e intentando ligar con una de las chicas guapas del barrio, que previsiblemente le cruzaría la cara más pronto que tarde. Álex y yo le dábamos bien al Camel y al whisky, mientras yo rebuscaba en mi abrigo algún resto del concierto de anoche que se pudiera fumar y que no fuera la mano de Dylan.


Afuera hay autobuses amarillos y gente que sale de comercios con letreros eléctricos. La vida en la ciudad da vueltas como un gato metido dentro de una lavadora que es otro gato. Yo trato de animar a Álex mientras alguien pide a Simon&Garfunkel en el descanso del partido. Finalmente suena en el Nevada Jimi Hendrix y Álex me sonríe después de un buen rato.


-¿Qué será de nosotros, tío?


-Los únicos que saben lo que les espera son los que no esperan nada-le contesto yo. Y lo peor de todo es que eso no lo he leído en ningún sitio.


La barra del Nevada empieza a calentarse en el segundo tiempo, ya con las oficinas cerradas y las mentiras y los hielos derritiéndose a marchas forzadas. Veo entrar y salir gente. Algunos están solos y da la sensación de que su vida es una larga escalera y ellos están sentados en el último peldaño. Otros están con alguien y se ríen de algo que hay dentro de su conversaciones. Miro al camarero y con sus ojos a la gente otra vez. Todos son unos desconocidos, tanto los que conoce como los que no. Al final es igual que si trabajas en el puesto de peaje de una autopista. Los coches se acercan despacio y todos los hombres que van dentro tienen una historia que no quieren contar. Sencillamente, se paran junto a ti y si estás de suerte te sonríen y te dan unas monedas a cambio de tu silencio.


La chica guapa de Eddie Vedder se ha ido ya, harta de que todos se las den de listos con ella. Es lo que tiene ser la chica guapa del barrio, el tiempo que le dure.


Laudrup marca el cuarto del Madrid, la gente grita y Álex y yo empezamos a sobrar ahí, como los restos de un pastel de cumpleaños.


-Te equivocas-dice una chica a nuestro lado-, no es esa clase de mujer.


-No, nena, eres tú la que se equivoca. Todas las mujeres sois esa clase de mujer-, contraataca el tipo.


-No tío, no es así-dice ella-. Funciona con los imbéciles, pero no con las mujeres. Todos los imbéciles sois ese tipo de imbécil, eso seguro.


Al rato, Laudrup da otro pase de escándalo y el Madrid marca el seis a uno.


-Joder, tío, seis a uno-, me dice Álex. -Qué putada ser turco y gastarte la pasta en venir a Madrid a ver esto y al aeropuerto. Y, al fin y al cabo, como diría Clara, no dejan de ser los herederos del imperio Otomano.


Veo que me lo ha dicho sin rastro alguno de amargura y que mis ojos en el espejo ya no son azules y que nuestros nombres a esas horas ya son otros; y que la música después del fútbol está hecha del rugido de los tigres y el ritmo de las olas.


Cuando nos despedimos, dejo atrás el Nevada y me vuelvo a casa pensando que si a veces hiciéramos las cosas al revés, entonces serían verdad.


-No puedo creerlo-me dice Bea al abrir la puerta-. ¡Le has dado la mano a Bob Dylan!


Y yo, que venía todo el camino pensando en que quiero que mi contestador diga: hola, soy Bea y ahora no estamos en casa, deja tu mensaje después de oír la señal, la abrazo tan fuerte como si le estuviera intentando contagiar mi vida entera.


-Cásate conmigo, ¿quieres?

© Pedro Letai

2012

1 comentario:

  1. De una frescura arrebatadora, elegante y dinámica narración, me encantó, mis felicitaciones.

    Ah! no es pa dar envidia, yo le dí la mano a Bebo Valdés jajajaj ¡sentí sus eléctricas y caribeñas manos!

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