Nos conectaban por sueños. Por un precio no tan elevado, todos aquellos que vagábamos tristes y solos por la vida, todos los corazones rotos y a los que nos habían machacado teníamos acceso a un poco de amor y de ilusión una tarde por semana. Nos conectaban en un pequeño y coqueto chalet que había a las afueras, con un pequeño ascensor en su interior, que yo siempre sospeché que estaba allí para que te cruzaras con la menor gente posible en escaleras o pasillos. Directo a aquella silla en la que te sedaban y, rodeándote la cabeza de cables, te diseñaban lo que a ti te parecía una cita o una experiencia con alguna chica, en principio y según lo estipulado, de tu agrado.
La parte atractiva o si se quiere morbosa venía porque la mente de aquellas chicas también estaba conectada en aquel chalet, con lo que tenías una mayor sensación de que aquello realmente estaba pasando o, al menos, de que aquello lo sentías junto a alguien. La única condición impuesta por la dirección, con la cantinela de que sería mejor para nosotros, era la de no mantener contacto fuera de allí con quienes compartieran con nosotros alguna de aquellas experiencias. No indaguéis y disfrutad, nos dijeron.
En mi sueño programado, el primero agradable después de tanta oscuridad, llegué también a otro chalet, parecido al de la realidad. Algo debió de fallar ahí, sospeché. Quizá no me sedaron lo suficiente. El plan preconcebido en mi cerebro por aquellos doctores era que yo saldría al cine con una chica que allí vivía y que, aparentemente, me fascinaría desde el principio. Pero no fue así.
Aparecí en mi sueño programado con un par de rosas entre mis manos, una roja y otra blanca, y al ver a la chica se las entregué y, tras dos besos tímidos en las mejilla, comenzamos a intercambiar banalidades y charla. Cuando ya salíamos a la calle, en la que hacía cómo no una tarde estupenda, mi cita programada me dijo que había olvidado algo en su habitación. Te espero en el jardín, le dije. Cerré los ojos también dentro del sueño para disfrutar del calor del sol en la cara y entonces alguien, siempre dentro del sueño, me despertó.
“Hola” – Me susurró una dulce voz.
“Hola, ¿cómo estás?”- le contesté yo. La chica era preciosa. Algo parecida a mi cita pero en una versión claramente mejorada.
“¿Qué haces aquí?” le pregunté sin saber muy bien cómo manejar la situación.
“Vivo aquí. Soy su hermana. Su hermana mayor.”
“¿Qué edad tienes?”
“Treinta y ocho”- Me contestó- “¿y tú?”
“Veintiocho”.- Y ambos sonreímos.
Cuando estaba a punto de decirle que eso no importaba y que nos fuéramos lejos antes de que su hermana apareciera, de pronto ella me besó. Un beso largo y suave, muy suave. Besaba despacio y tan bien como jamás me habían besado.
“Prométeme que todo va a ir bien fuera de aquí”- me espetó. “Te buscaré”.
“Te lo prometo”- le dije con toda la firmeza de la que fui capaz, sin estar para nada seguro de qué significaba nada de aquello.
Apareció entonces mi cita programada y yo, sin dudarlo, salí de aquel chalet, el del sueño, y eché a correr como si me persiguiera el mismísimo Diablo.
Pasado un rato, los médicos me despertaron y me preguntaron qué tal había ido la experiencia. Les mentí y les hablé de una estupenda cita con película romántica y final feliz incluido. Nos vemos la semana que viene entonces. Claro, a la misma hora, les dije.
“Recuerde que no debe hablar de esto con nadie. Y menos aquí, dentro de las instalaciones.”
“Claro, entendido. No se preocupen.”
Cuando salía por la puerta de la consulta para tomar el ascensor, uno de los médicos del equipo me tocó la espalda.
“Y recuerde que, salvo en la edad, ninguno de los datos que usted ha apreciado en el sueño son verídicos. Así que no investigue. Su cita además, según nuestro protocolo, debe de haberse ido hace un rato ya.”
“Desde luego. No se preocupen”.- Y seguí mi camino.
Al llamar al ascensor noté a mi lado una presencia familiar. Femenina. La dejé pasar y noté en su mirada que ella también se había percatado. Miré la solapa de su blusa. 8F. Los códigos asignados para cada cliente. Yo era el 3Q.
“No puede ser”- le dije.- “No podemos coincidir a la misma hora aquí.”
“Yo no era tu cita, ¿recuerdas? Era mi hermana pequeña”- me sonrió.
“¿Tú también les has mentido?”
“Claro. Les he dicho que lo he pasado genial.”
“¿Y qué pasó con tu cita?”
“Nunca le abrí la puerta.”
Algo no me cuadraba en todo aquello y por un instante recelé.
“Espera”.- le dije- “¿Qué edad tienes?”
“Treinta y nueve”- contestó.
“¿Ves? No somos nosotros. En mi sueño tenías treinta y ocho. Y la edad del programa es la nuestra real.
Salimos del chalet en dirección a nuestros coches.
“Lo sé”- dijo entonces ella.- “Y tú tienes veintiocho, pero parece que te gustan mayorcitas- se rió-. Mi cumpleaños es mañana, así que los treinta y nueve son entre tú y yo. Y ahora invítame al cine, ¿quieres? Ponen una japonesa muy buena. Me encantan las japonesas”.
“Vamos. Una japonesa está bien.”
Y ahí sí, empezamos a construir nuestro sueño de verdad. Sin cables ni hermanas. Después del cine hicimos el amor hasta caer en un profundo sueño. Despertamos juntos y ella sopló sus velas.
Treinta y nueve.
Del sueño que empezamos a construir a la salida de aquel chalet, real o no pero sólo nuestro, no hemos despertado jamás.
* La letra ‘Q’ en japonés se pronuncia ‘kyu’, al igual que el número 9, con lo que 3Q es también 39. El destino.
Pedro Letai
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