4.11.11

El vividor


Para Felipe Gerdtzen

Hay cosas en la vida que no pueden

ser mentira.

Como un vaso de agua o una fecha

en la portada de un diario.

Como que en mi historia está tu nombre

desde que apareciste para

enseñarme a vivirla.


Me enseñaste que para ser libre

solo había que perseguir la libertad

en el sentido contrario al de las banderas.


Me enseñaste que para ser escritor

solo tenía que escribir y después escribir.


Me enseñaste que para trabajar duro

solo tenía que trabajar duro.


Me enseñaste que el camino no eran

la cocaína y el dinero.

Me enseñaste lo bello de no tener.

Me enseñaste a decirle a mis hermanos pequeños:

esto no va a ser siempre así.

No penséis que la vida es solo esto.


Me enseñaste que para fumar un cigarro

solo había que fumar un cigarro.


Me enseñaste que el amor a una mujer

no son solo palabras. No son solo adjetivos

que detienen una coartada en medio de la noche.


Me enseñaste que cuando viene

la tristeza a apuñalarnos el corazón

hay que agarrar ese cuchillo y hacerlo arma

que abra un poema y una canción entre amigos y tragos.


Me enseñaste también que si te hacen daño,

cuando te traicionan y todos te condenan,

entonces hay que sufrirlo largo y fuerte,

cerrar los ojos y maldecir,

y, de pronto, darle la vuelta a la escalera

y

subir

más

alto

que

nunca

antes.


Me enseñaste que cuando yo pienso en Dylan

tú estás pensando en Elvis.

Que cuando tú dices Pablo Neruda

yo digo Rafael Alberti.

Que cuando tú quieres decir Silvio Rodríguez

yo quiero decir Silvio Rodríguez.


Y así que Santiago de pronto es Madrid

y Providencia es la Castellana

y Vitacura es Recoletos

y la Alameda es el Paseo del Prado.

Y la Moneda es la Moneda.


Me enseñaste a comprender y a dudar.

Me enseñaste a leer a Vicente Huidobro

un año entero, oliendo a palo santo

mientras todos mis versos me querían ya dar por muerto.


Me recogiste de lo más bajo cuando te necesité,

sin yo pedírtelo.

Como el buen barman que llena tu copa

antes de que te des cuenta de que el final acecha.


Cuando nos encontramos, cada dos o tres años

en un aeropuerto de madrugada, el uno tiene sueño

y el otro un equipaje sin lógica,

el uno trae agosto a donde solo cabe febrero,

el otro trae hambre y dolor de espalda.

Entonces me llamas Pedrini y me das un abrazo

y me dices ya sabes que todo esto es porque tú,

cuando joven, quisiste.


Llegamos a casa, te pido una bufanda

y te digo que te invito a desayunar.


Y que me cuentes cómo estás viviendo tu vida.


Y aún así siento que otra vez

me iré sin pagar todo lo que te debo.


© Pedro Letai

2011

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