Conocí una vez a una asesina rubia que se llamaba Marta. Hará cinco años de aquello y salí vivo por los pelos. Me echó un polvo, porque así fue, en un coche que yo tenía y ya no tengo mientras Sabina sonaba de fondo una y otra vez, porque a ella le encantaba y ella mandaba. Yo no sabía que era ella asesina, aunque yo por aquella época era abogado y joven, con lo que no sabía nada de nada. En cualquier caso no sé si de haberlo sabido me hubiera atrevido, pero salí vivo. Quedamos un par de veces después de aquello, quizá tres, y después desapareció. No advertí sin embargo en aquellas citas sus maneras de depredadora, más allá de que besara demasiado fuerte para mi gusto.
Guardaba yo en aquel coche una pequeña libreta, negra y sexy, en la que apuntaba cosas que se me iban ocurriendo, teléfonos, pues yo en aquella época aún renegaba del móvil, viajes, relatos, versos sueltos, nombres de canciones a recuperar, chuletas para los últimos exámenes de la facultad y, de vez en cuando, alguna amiga me apuntaba alguna chorrada o me encontraba cosas tan apasionantes como un enorme beso de pintalabios rojo cereza donde se podía leer en el centro ‘Irene, llámame’.
Cuando mi primo, delincuente en potencia por cierto, cumplió los dieciocho, yo decidí regalarle aquel viejo Volkswagen porque me había ido a vivir a una buhardilla en pleno centro y con una motillo destartalada me bastaba y sobraba. Así que me tuve que enfrentar a la espantosa tarea de limpiar de recuerdos y de mierda aquel coche azul, para no convertir todo aquello en un regalo envenenado y que además hurgasen en mis fantasmas. Lo recuerdo todo ello emotivo y caluroso, pues era un julio de esos insoportables y madrileños.
Encontré de todo allí, porque nunca me he caracterizado por el orden o la limpieza. Apuntes, libros de Derecho, discografías completas de artistas irrepetibles, libros de poesía leídos y releídos, dos sujetadores, uno precioso y otro atroz, una raqueta de tenis, unas botas de fútbol, un ordenador portátil (sic), vasos de plástico y, claro, la libreta.
Tiré casi todo y me llevé a casa la libreta. Y ahí empecé a releer… Tantos recuerdos. Introducción al Derecho Procesal, aprobada en convocatoria extraordinaria, unas copas en Majadahonda, dos viajes a Lisboa, un poema que se llamaba ‘Sol en enero’, el beso de Irene, un idilio con Ryan Adams, mi amor irrefrenable por una vecina a la que casi conquisté, páginas arrancadas, páginas bañadas en whisky… Toda una época ahí metida, en la libreta sexy y negra.
Y ahí encontré el pedacito de mi historia con Marta, que no recordaba. ‘Si me llamas un día te mataré a polvos y, si no me llamas, sencillamente, te mataré bajo tu sol de enero. Martita’. Y un teléfono fijo ya ilegible.
Me alegré de haber sido alérgico a los móviles por aquel entonces, de regalarle el coche a mi primo, que esperaba no se fuera de la lengua cuando empezara su periplo por los centros penitenciarios, de haberme mudado de casa y, sobre todo, de que Madrid fuera tan grande. Aún así, calculé que pronto sería enero, que en enero solía hacer sol y que debía sumar una preocupación más a mi vida absurda y a mi afición por no mirar atrás al doblar las esquinas de esa vida absurda. Aquel pasado era ahora futuro aterrador de mi presente.
Quizá a esa vida absurda le quedara ya muy poco porque, claro, para que me mataran a polvos mi corazón ya no estaba preparado.
Llamé a mi primo, ya mi único cliente, para que se buscara otro abogado y me metí en una agencia de viajes porque enero, de pronto, me pareció un buen mes para huir definitivamente de esta ciudad.
© Pedro Letai
2010