Si todo es mentira en la vida qué más da. Tengo un amigo, buen amigo, que se dedica a fabricar y vender cartón. Cajitas, como dice él, mientras sube la ventanilla de su Porsche descapotable y se aleja con el juego del doble embrague. Cajitas, sí, pero bastantes, pienso yo.
Y llego a mi casa a las 5,30 de la mañana y se me ocurre abrir el buzón de una vez, porque la última vez que lo hice fue hace casi dos meses y está a punto de reventar. Tiro casi todo lo que me voy encontrando, las cartas del banco, las del gas, las de la abogada de mi ex, las del agua, las del anterior inquilino… Y encuentro una postal. Una postal de una isla griega, Meteora.
‘Se llega más lejos cuando no se sabe muy bien a dónde se va. Lo acabo de leer y me hizo pensar en ti’.
Subo a casa y entonces me pongo a llorar como un niño en la mesa del estudio mientras me hago polvo pinchándome agujas con fotos y canciones tristes antes de irme a la cama. Algo que, por otro lado, se ha convertido en una costumbre. Un derrumbe placentero, anestesiante. Pienso en ella y en aquel verano que compartimos, y en tantas risas, tantas buenas sensaciones. Se llega más lejos cuando no se sabe muy bien a dónde se va. Como nosotros, que no sabíamos bien. Y sí, quizá habríamos llegado muy muy lejos, como desde donde ella me envía esa postal.
El problema es que yo sí sabía a dónde iba yo. A mi sitio favorito. A la mierda. A la incapacidad de que me quieran y a la imposibilidad de ser feliz, de enterrar mis fantasmas y de desprenderme del pasado y de ese papel de triste y solitario que un día se escribió pero que se quedó tan dentro mío que ya soy yo.
Veo en esa foto de cartón escrito el reflejo de mi soledad y de mis oportunidades perdidas. Cartón. Como el que recubre los vinilos que yo buscaba y compraba con amor y que un día me robaron a traición. Como el de las cajas de mudanza cuando aquella chica se tuvo que ir con su vida partida por la mitad porque yo decidí que en lo que me quedaba de película iba a ser infeliz. Siempre el cartón jugueteando con el dolor que me rodea.
Guardo la postal en la libreta donde apunto mis cosas y me voy a dormir pensando en ese peligroso juego. Mañana cuando vea a mi amigo le diré que lo que él fabrica y vende no es cartón. Es dolor del puro y del duro. Le pediré que me venda un poco más, por qué no. Las adicciones son así. Y qué hay más canalla que tener un camello que va en Porsche descapotable.
Ayer quedó a cenar con una viuda, me cuenta. Y la besó en la boca. Cuidado con eso, le prevengo. Acabarás rompiéndole la falda. Después, el corazón.
Y ella, herida, recaerá y volverá a fumar. Un cartón. Tras otro.
Y mi amigo lo celebrará con un Ford Mustang, también descapotable.
Y a mi me escribirán otra postal sin reproches y con infinita suavidad, sobre un cartón pintado que dibujará otra vez mi cruda realidad. Ésa que ya no se puede rebobinar.
Si todo en la vida es mentira qué más da. Pero aquella chica y su extraña sonrisa y la postal, el cartón, eran verdad.
© Pedro Letai
2010
Maldito cartón, cocartón piedra.
ResponderEliminarTocada y hundida...
la autodestrucción es la gran patología de nuestro siglo.
Un beso, Pedro.
Un beso grande... Gracias otra vez por aparecer y leerme, Pedro.
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