Mi chica era la bailarina estrella de todo aquello. Sin embargo, por las noches no era más que una débil melodía. Y ahí, en su debilidad, residía mi cura, mi estabilidad mientras ella se hacía cada vez más daño y se hundía en un pozo del que nunca logré rescatarla.
Me acordé de ella hace poco, una noche en casa de un amigo entre chupitos de ron mientras vigilaba de reojo la falda de una morena con pinta de neurótica y el pelo demasiado recogido, tirante. La amiga de la morena hizo un comentario de mal gusto sobre las drogas y, mientras los demás le rieron la gracia, me acordé.
Esa noche estuvimos hablando de jazz y de los garitos de antes y de literatura americana y de cosas para impresionar a las que nos visitaban. Pero yo ya no impresionaba a nadie ni me impresionaba por casi nada. Y fuera llovía a cántaros mientras Miles no fallaba ni una nota.
Me reservé, como siempre, el placer de decir que no al final de la noche, esta vez a la morena neurótica, y me fui andando a casa. En el camino fue cuando me volví a acordar de ella y casi diría que me invadió la tristeza. Después de tantos años.
Me acordé también de 1967, de aquel aeropuerto y de sus pecas pintando su cuerpo desnudo, mi más bella escultura, mi mejor coartada.
Me acordé de muchas cosas aquella noche, después de llover.
© Pedro Letai
2010
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