17.8.10

La memoria en sus manos


Me resultó duro volver a entrar en esa casa. Pequeña y coqueta, como ella, entre sus cuatro paredes habían sucedido muchas cosas. Algunas llenas de amor, pero también muchas otras rebosantes de dolor. Y yo, así de mal me habían hecho, tendía a acordarme siempre más de ésas últimas.

Yo ya hacía mis planes desde hacía tiempo, tratando de saber quién era y de recuperar el control sobre mi vida, que se había quedado un poco sola y desordenada. Las cosas podían mejorar, aún no había superado todo aquello. Puede ser, me decía cada mañana, que lo malo acabe hoy. Pero luego nunca era así.

Los vi en un rincón, tal y como los recordaba. Azul el uno, naranja el otro y de un híbrido entre el amarillo y el verde, ella decía que totalmente verde, el tercero. No pude menos que sonreír, aunque me inundó una enorme melancolía. Pero ya era un sentimiento que controlaba, pues era lo único que quedaba en mi armario para vestirme a diario de persona sin dignidad.

“¿Se acordarán de mi, tú crees?”

Los peces no tienen memoria, cariño”.- Me respondió ella sin tratar de ser brusca. Y no lo fue. Nunca lo era. Aún así, y pese a lo infantil del tema, no pude evitar una mueca de cierta decepción.- “Pero, si no, seguro que se acordarían. Los cuidabas mucho”.

Recogí mi libro de Auster que tantas veces le había exigido, me recordó que le debía una pasta y, nuevamente con dulzura, me emplazó a pagárselo cuando encontrara un trabajo normal. Dedicarse a escribir, al parecer para ella, no era normal en absoluto. Para mi madre tampoco lo era. Y, si la normalidad se medía por el rendimiento de la cuenta corriente a final de mes ambas, como siempre, tenían razón.

Después iniciamos la típica conversación que siempre te prometes no tener y siempre acabas teniendo. Cuándo se acabó el amor, cómo pudimos hacernos tanto daño cuando lo teníamos todo a favor. Cómo, en fin, no habíamos vuelto a ser felices desde aquel día. Y había pasado ya mucho tiempo, demasiado.

“Va, no nos pongamos tristes, niño”.

“Claro, bueno muchas gracias por el libro. Hablamos y te prometo que te devolveré eso en cuanto pueda. Probablemente en enero, ¿vale?”.

“No te preocupes. Cero prisa, ya sabes. Hablamos”.

Y hacia la puerta.

Espera, ven”.- Me cortó. Me cogió fuerte ambas manos. Muy fuerte.

“¿Qué pasa?”- Pregunté entre extrañado y algo divertido.

Pasa que echo de menos tus manos cada noche desde que nos separamos y no puedo dormir”.

“¿Y así, rompiéndomelas, te sentirás mejor?” – Hice la broma porque estaba a punto de derrumbarme por completo en medio de aquel salón.- “Yo también echo de menos a los peces”.

No. Pero así te sentirán fuerte y te recordarán siempre. Porque las manos sí tienen memoria”.

Después me acarició la mejilla indicándome que había llegado el momento de irse. Fue la caricia más suave que he sentido jamás.

Y, con su caricia suave y nuestra historia entre sus manos, las que sí tienen memoria, mi vida se volvió a partir en dos.

© Pedro Letai

2010

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