31.3.10

Con guantes (talking you and me)

"Touch me with your naked hand or touch me with your glove"
(Leonard Cohen, Dance me to the end of love)

Tú me robaste el corazón

sin pegarme un tiro.

Yo andaba de vuelta

con un permiso falso,

dos billetes de dólar

y una pistola sin cargar.

Con tal de estar contigo

podía dormir al raso.

Venía ya desprevenido

de cualquier fracaso.


Tú me robaste el corazón

por un motivo

que aún busco en el buzón

donde sólo hay multas

y esta canción.

Todos dicen cosas

y me ponen contra la pared.

Pregúntale a tus amigos

por quiénes se hacían pasar

cuando pintábamos lunas de miel.

Al final huí despavorido,

nunca terminábamos bien…


Con guantes

y mucho cuidado,

como camisetas que lucen

arañazos de vidas lanzadas.

Nunca había sido feliz

ni lo había necesitado

pero cuando te subas

de nuevo a mi vida

será ya para siempre

y sin volver a llorar

sobre esta colección

de melancolías.


Tú me robaste el corazón

sin pegarme un tiro.

Tu boca siempre tenía

para un último giro

y cada curva era un botón

que no desabroché.

Ahora puedo

cruzar el río

como los desperados

bajo los cielos fríos

que huyen de la ruta

para no volver.

Pero tú te vienes conmigo…


Con guantes

y mucho cuidado,

como esas camisetas que lucen

arañazos de vidas lanzadas.

Nunca había sido feliz

ni lo había necesitado

pero cuando te subas

de nuevo a mi vida

será ya para siempre

y sin volver a llorar

sobre esta colección

de melancolías.


La luna está caliente

y mi cabeza no me deja dormir.

Ha sido una paliza

llegar hasta aquí.

Yo no quiero pasar de largo,

¿qué dices tú?


© Pedro Letai

2010

24.3.10

28 y 100

Celebraba la gente en el Central que por fin había llegado la primavera. El invierno había sido duro, con frío y mucha lluvia. Pero yo seguía sintiendo ese frío, aun viendo el sol entrar por la ventana y a las turistas americanas pasar con sus horribles camisetas ajustadas y sin mangas. Notaba eso sí ciertos picores en la nariz y los ojos, y de ahí que no rechistara y estuviera de acuerdo en que el invierno había tocado a su fin.

Y sonreía a veces, pero muy poco.

Pasando el videoclub de mi barrio recordaba todas las risas en la cama, con el portátil en las rodillas. Llegando a la farmacia comprendía que habíamos cambiado el preventivo zumo que ella preparaba a medio vestir en la mañana por el adictivo Trankimazin cada seis horas. A veces cada cuatro. Y luego en el estanco una cajetilla y otra más, para soportar lo insoportable. Lucky Strike otra vez, después de tantos años.

Y ese sueño, tan horrible. Ese sueño que no te deja hacer nada bien pero que luego no te deja dormir. Y los ruidos, justo cuando los párpados van a caer. Ruidos absurdos que nunca estando ella había escuchado. Ruidos a bolsas de cartón de cabezas gigantescas, a pájaros azules anidando desesperados junto a mi ventana. Ni siquiera me sobresaltan, viven conmigo. Pero no me dejan descansar. Y el frío. Frío en los huesos, en las botellas y en los pies. Y cierta sensación a que todo es mentira y a que la vida no era Friends, aunque parece que a todos nos habría gustado ser así de felices y gilipollas.

Miedo a que llegue abril, porque nunca lo llevé bien. Ganas de estar solo y a la vez terror a la muerte en soledad. A la del soldado perdido y a la del perro abandonado. Ganas de llamar a aquellas chicas o de visitar a las putas tristes de García Márquez y sin embargo extrañar el tener dos hijos que te llamen papá y una sola mujer que te llame cariño. Ganas de bajar a los billares del infierno a jugar la última partida y desaparecer.

Empezar mil cosas sin acabar ninguna, faltando ese beso caliente y esa puesta de sol compartida que te escribe las últimas páginas y te enseña el cierre. Impresión de llegar a los 28 y a los 100. 28 años y 100 relatos. ¿Y para qué? Luego bajar al estanco y la farmacia otra vez. Es sólo cruzar la calle, treinta escalofríos después tendrás lo tuyo. Y eso es lo aterrador, pero son sólo cinco minutos y es necesario, vamos. Y 28 años. Y ahora 100 relatos.

Y sonreía a veces, pero muy poco. Y el frío y el sueño. Y los ruidos. Y 28 años y 100 relatos. Y qué más da y dónde estará ella. Y cómo dormirá. Y junto a quién.

© Pedro Letai

2010

22.3.10

Esa turbulencia pacífica


La chica miraba el mar desde la ventana de la pensión, regalándome una bonita espalda cubierta en seda verde y amarilla. Fumaba con la mano derecha y el pelo le ondeaba al son del levante. Yo la observaba desde su lejanía, en secreto. Podía sentir desde las sábanas, deshechas en sexo y amor, su energía, su tristeza y su dolor. Casi diría que podía sentir sus lágrimas mojándome al caer. Miraba el mar, masticando sus pequeñas y cotidianas tragedias. Sus amores rotos, sus pasos perdidos. Su tristeza invisible. Su soledad. Tan joven, tan sola. Miraba el tranquilo mar susurrándole algo que yo no podía oír. Pese a todo, estoy seguro de que su susurro era como un torbellino en aquel amanecer silencioso.

Cuando desperté, traté de acomodarme al esqueleto de su ausencia. Traté de buscar una conexión a la que enchufar mi mal cuerpo. Comprendí que ella había volado muy lejos de allí, probablemente susurrándole a los vientos su turbulenta existencia, su paz y su dolor. Susurrándole al viento en contra para que la llevará con él, lejos de mí.

En el horizonte, el primer barco de la mañana zarpaba y la gente compraba billetes a ninguna parte. Para mi, empezaban las horas del viaje más largo.

(Inspirado en ‘Muchacha en la ventana’, Salvador Dalí, 1925)

© Pedro Letai

Diciembre, 2008

Chico y chica en la luna



Dibujabas sobre el mantel

toda tu rabia contenida,

pincel de color rosa desteñido

a la salida

por la puerta de atrás

de mi última noche

en tu ciudad.


Una lágrima menos

o una cerveza de más

para olvidar

lo que te traerá

tu amanecer trasnochado.

Miles de horas

de larga espera

lejos de aquel pirata

al que aún no olvidas.

Besos atragantados

y final interrumpido

en el guión

de nuestras vidas.


El que viaja

no mira atrás.

Perdió sus credenciales,

quemadas por la locura

el día que apareciste

anunciando dolor

y enamorando con tu olor

a princesa y chica dura.


Ya no busca

en las cartas de ayer.

La soledad le vino a buscar

en un velero de dos palos

que iluminaba la luna al pasar.

Navega a la deriva sin morir.

Dicen que al final se salvará.


Sentados los dos,

las piernas colgando

y las estrellas

al alcance de la mano.

Así te soñé

en mi viaje

al otro lado.

A donde no llegan

tus caricias y deseos.

Así me pintaste

en tu mensaje del adiós

que no olvidaré.

Dicen que al final

me salvaré.

Y tú lo sabes bien.

© Pedro Letai

2006.

Migrañas y perfección


Atrás quedaron los años de oscuridad ruidosa, depresiones constantes y mezclas de pastillas mal recetadas con bourbon en petaca de cuero. Atrás un frío invierno en el Chicago de 1994 en el que cuatro chicos decidieron que ellos se encargarían de cumplir. Y de ahí el “we will comply” y de ahí la horterada del “we will co” y después la extrañeza, hoy simple y maravillosa, de Wilco. Ya por aquel entonces, cuando cuatro jóvenes planearon una banda de raíces country, decidieron contar con un violinista en sus filas. Se avecinaba algo original, diferente. Nacía en la música de finales del Siglo XX algo genuino y grande.

Ha quedado atrás también aquel 2001 en el que, ya con el multi-instrumentista Jay Bennet con ellos y algunos discos publicados, compusieron su primera e indiscutible obra maestra, el Yankee Hotel Foxtrot, un punto de inflexión de once pisos que se convertiría en imprescindible tiempo después, pues al principio tan solo atrajo problemas para la banda. Las constantes peleas entre Bennet y Jeff Tweedy, atormentada alma mater y Gran Capitán del equipo, derivaron en la marcha del primero del grupo y en la expulsión para Wilco de su compañía de discos. Ante lo sublime de la construcción, en la discográfica se quedaron con lo ensordecedor de algún corte y con las rencillas internas. Se buscaban radiofórmulas y canciones pegadizas, y estos tipos no ansiaban que les tarareáramos en la ducha. Borrón, pues, y cuenta nueva.

Así pues, manos a la obra y a ajustar esas cuentas sin concesión. Desde entonces nada se ha dejado a la suerte ni ha vuelto a ser igual. Desde entonces los Wilco saben dónde está el tesoro pero no tienen prisa por enseñárnoslo de una vez. Bennet y Tweedy siguieron caminos diferentes, cada uno trabajando incesantemente, como siempre, pero por su lado. Bennet murió el pasado año mientras los Wilco tocaban en Málaga. Tweedy dedicó a su memoria el espectáculo y nunca más hizo mención alguna al fallecido. Se rompió una página que él hacía tiempo había pasado y que no le quitaría un segundo de concentración en su cometido, liderar la mejor banda del mundo. Sin pretensiones comerciales, sin querer llenar estadios o alcanzar el número 1, pero sin renegar de la perfección constante. Ni los Radiohead americanos ni nada que se les parezca. Los mejores del mundo, sin más.

En el camino hacia la gloria sin soberbia se han encontrado de todo. Expulsiones, desastres comerciales, constantes cambios de formación, ingresos de su líder en clínicas rehabilitadoras por su peligrosa adicción a las pastillas contra sus migrañas crónicas y un sinfín de sucesos que a más de uno le habrían hecho perderlo todo por mucho menos. Pero Tweedy, quien dijo un día sentirse capaz de ejecutar uno de los mejores conciertos de rock de la Historia pero que no lo haría jamás drogado, ha sido fuerte y ha seguido tirando del carro. Dejó el cadáver exquisito de sus primeros discos para empezar a firmar unas letras apabullantes, tras las que se esconden Henry Miller, Bob Dylan y un toque terrenal que le hace ser también cercano en su dosis perfecta. Capeó el temporal de su dependencia, se centró en su familia y sobrevivió a la muerte de su querida madre con los soberbios Sky Blue Sky primero y Wilco (the album), impresionante última entrega, después.

Hoy por hoy están en la brecha, todo el mundo les aclama y hasta el Premio Nobel de la paz les escucha en su iPod. Aún así, procuran no perder su ello, su estudiada discreción y su precisión. Siguen tocando en recintos pequeños, Tweedy sigue parco en palabras y fabrican música perfecta sin que sus fans tengan que insistir en ese tema mítico que cierre sus shows, porque no lo tienen. A Nels Cline, guitarra solista incorporado en 2004 procedente del mundo del jazz, se le fue la mano entre tanta perfección contenida y nos regaló un solo sobrenatural en un Impossible Germany en el que podríamos refugiarnos durante días enteros, pero sigue colándolo de rondón en su repertorio sólo un día sí y tres no, para no apabullar. Desde el centro del escenario Tweedy, el líder, lo mira maravillado y luego vuelve la cabeza con aire desinteresado para atacar la siguiente epopeya. Sabe que lo que acaban de hacer es pura fantasía, igual que sabe que le duele tanto la cabeza que un día le estallará. Pero en ser comedido residirá por ahora su secreto. Y luego otro álbum más y la sensación de que su madurez les ha acercado a una excelencia que no quieren traspasar bajo ningún concepto.

© Pedro Letai

2009

Emma begins

1984 fue mucho peor de lo que Orwell predijo y me dejó sin mujer y sin dinero. Ella se fue con un abogado de prestigio y aún más cretino que yo. Más guapo y rico, también. El dinero se fue más rápido aún, entre la noche y la nariz, y un día el ritmo desenfrenado ya no encontró ceros en los que apoyarse. Dos años antes yo había escrito una novela de desamor que había tenido bastante éxito. Emma begins se tradujo a dieciséis idiomas y me mantuvo unos meses en una nube de entrevistas, fotos, engreimiento, malas compañías, autógrafos y contratos que parecían millonarios. Cuando me enfrenté a la letra pequeña de esos laberintos tramposos y al resto de mi existencia me di cuenta de que todo se había ido a la mierda.

Desde entonces he vivido siempre profundamente enamorado de Emma y de todo lo que ella dejó a su paso. Emma era en realidad un personaje que servía de apoyo a mi verdadero protagonista, un chaval desaliñado que perdía un trabajo en Berlin y acababa en una anodina isla haciendo fotos y ganándose la vida a duras penas. Se enamoraba de una princesa de cabaret y ahí comenzaban una serie de historias extrañas que acababan con el viejo truco de entrelazarse y sorprender al lector, ávido de morbo y sexo barato. Los periodistas me preguntaban la estupidez de si el protagonista era mi alter ego y yo me preparaba respuestas más estúpidas aún, pero lo cierto es que, cuando todo se derrumbó, nada de aquello me importaba ya. Excepto Emma.

Emma era una chica con el pelo teñido de rubio, pequeñita y deportista. Le gustaba el teatro y leer el periódico y aborrecía el fútbol y el capitalismo. Madrugaba mucho para ir a currar, vivía en las afueras de Prenzlauerberg, en Berlin. Le gustaban las motos, bailar y las copas cuando no iba en moto. A veces, nadie es perfecto, iba a trabajar al ayuntamiento con resaca y siempre llevaba en el bolsillo una sonrisa que, desde que la imaginé, me desmontó por completo. Detrás de su esfuerzo constante siempre sospeché que se escondía una hipoteca, las ganas de un viaje a la India y un ex que la había partido en dos hacía ni mucho ni poco. Pero nada de eso estaba escrito ni lo sabía con exactitud.

Un día, tiempo después, conocí a una chica que me recordaba a ella. Era una alumna de una especie de curso para escritores noveles al que yo asistía en calidad de conferenciante un par de veces al mes con pocas ganas y mucha necesidad. Cristina. Yo la llamaba Candy, porque aún no me había deshecho de mi toque hortera de famoso trasnochado. Como toda relación entre profesor y alumna la cosa nació con la pasión de lo prohibido y acabó muriendo en lo absurdo. Me quedé con la sensación de que me había ayudado a superar algo, quizá a Emma, pero no estaba seguro. La volví a ver un año después, puede que dos. Un sábado tranquilo, en un garito del centro. Ella estaba con un tipo muy alto, una falda muy corta y pocas ganas de hablar. No volví a saber de ella jamás.

Conocí después a Emma, una vecina dentista con la que coincidía a veces a la hora de desayunar. Me hizo gracia su nombre y de ahí cuatro o cinco invitaciones a café y de ahí a la cama y a complicarnos la vida. Una noche fuimos a cenar, me emborraché, me puse insoportable e incluso la hice llorar. No me inmutaron sus lágrimas, así que me di asco, renuncié a lo agradable de compartirlo todo con ella y no la volví a ver tampoco nunca más. Supe que se casó con un dentista meses después, pero esa es otra historia.

Comprendí por aquel tiempo que sólo me llamaba la atención cualquier cosa que me hiciera sentir conectado a Emma. La apariencia, el nombre, alguna afición, cualquier cosa me alimentaba aquella enfermiza obsesión Yo la había creado y la conocía mejor que nadie, por lo que sabía dónde verla reflejada. Perdí la ocasión de estar con una persona de verdad, con alguien que me quisiera bien. Dejé pasar la oportunidad de rehacer mi vida por encontrarla, por no conformarme con imitaciones. Imitaciones de mi imaginación infantil, desesperante y absurda.

Ha pasado desde entonces ya un tiempo, me he convertido en un tío solitario, que escribe críticas de cine en un periódico local para llenar la nevera y que da pena. A menudo pienso en Emma, en mi Emma, y me dan ganas de buscarla por ahí. Me niego a creer que ideara un personaje que me hundiera y que no existe, que me hiciera ser su esclavo ya para siempre, buscando su sombra en cada esquina y sus maneras en cada cuerpo de mujer.

Y así me paso los días. Deseando no haberla pensado jamás, no haberla dejado escrita en ningún lado y que nadie la hubiese leído nunca. Tratando de vivir rápido hasta que esta pesadilla se transforme en un delirio total que me ayude a olvidar. Maldiciendo mi figura de escritor de éxito efímero, odiando a aquel chaval desaliñado que la conoció antes que yo por mi culpa y ahorrando para invitarla al último estreno, acompañarla a la India o decirle que la quiero.

Soñando, en fin, con encontrarla un día, besarla diez segundos y temblar para el resto de mi vida, como tiemblo ahora al imaginarlo, sabiendo que pese a todo no estoy preparado para algo así.

© Pedro Letai

2010

Delivery failure notice (no addressee)

De: Pedro Letai

Para:

Fecha: 26 febrero 2010 11:17

Asunto: Cuando pienso en mi vida

Cuando pienso en mi vida no pienso en una calle; pienso en una playa, en carreteras, en un hotel de habitaciones pequeñas, en un par de botas sucias, en puentes que se cruzan en ambos sentidos, en un culotte negro, en un café del puerto, en un vodka con tónica, en aquellos conciertos en el Honky, en una bandada de gaviotas en la costa del norte, pienso en primavera, pienso en un otoño de párpados caídos, en un libro de poemas de Bukowski, en un atardecer en Amsterdam, en una colección de lunas llenas, en una verbena de barrio, pienso en mis amigos y en Noelia, en un verso de García Montero que dice "vivir es ir doblando banderas". Pienso en bailarinas, en camareras, en peluqueras, en agentes de policía, en cantantes de orquesta, en Susan Sarandon en la última escena de Atlantic City, en John Cusak en Alta Fidelidad, pienso en septiembre, pienso en hierba, en olivos, en lolitas de extrarradio, en autobuses mágicos, en pájaros mojados, en clubs destartalados, en una estación de tren. Pienso en sesión de madrugada, en versión original, en viernes por la noche, en una montaña rusa, en ropa interior tendida al sol, en aviones que despegan, en Madrid amaneciendo tras una noche de copas, en caminar por una Barcelona solitaria el día de Navidad. Pienso en un billete de ida a Santiago de Chile, en el sol entrando por la ventana de una casa desvencijada por el dolor, en un piano tocado con dedos de princesa mientras afuera pasa el carnaval. Cuando pienso en mi vida, de un tiempo a esta parte, oigo tus pasos subiendo la escalera de madera, cruzar el pasillo, llamar a la puerta, entrar en casa...

Que pases muy buen fin de semana... Te llamaré.

Pedro

© Pedro Letai

2010