22.3.10

Emma begins

1984 fue mucho peor de lo que Orwell predijo y me dejó sin mujer y sin dinero. Ella se fue con un abogado de prestigio y aún más cretino que yo. Más guapo y rico, también. El dinero se fue más rápido aún, entre la noche y la nariz, y un día el ritmo desenfrenado ya no encontró ceros en los que apoyarse. Dos años antes yo había escrito una novela de desamor que había tenido bastante éxito. Emma begins se tradujo a dieciséis idiomas y me mantuvo unos meses en una nube de entrevistas, fotos, engreimiento, malas compañías, autógrafos y contratos que parecían millonarios. Cuando me enfrenté a la letra pequeña de esos laberintos tramposos y al resto de mi existencia me di cuenta de que todo se había ido a la mierda.

Desde entonces he vivido siempre profundamente enamorado de Emma y de todo lo que ella dejó a su paso. Emma era en realidad un personaje que servía de apoyo a mi verdadero protagonista, un chaval desaliñado que perdía un trabajo en Berlin y acababa en una anodina isla haciendo fotos y ganándose la vida a duras penas. Se enamoraba de una princesa de cabaret y ahí comenzaban una serie de historias extrañas que acababan con el viejo truco de entrelazarse y sorprender al lector, ávido de morbo y sexo barato. Los periodistas me preguntaban la estupidez de si el protagonista era mi alter ego y yo me preparaba respuestas más estúpidas aún, pero lo cierto es que, cuando todo se derrumbó, nada de aquello me importaba ya. Excepto Emma.

Emma era una chica con el pelo teñido de rubio, pequeñita y deportista. Le gustaba el teatro y leer el periódico y aborrecía el fútbol y el capitalismo. Madrugaba mucho para ir a currar, vivía en las afueras de Prenzlauerberg, en Berlin. Le gustaban las motos, bailar y las copas cuando no iba en moto. A veces, nadie es perfecto, iba a trabajar al ayuntamiento con resaca y siempre llevaba en el bolsillo una sonrisa que, desde que la imaginé, me desmontó por completo. Detrás de su esfuerzo constante siempre sospeché que se escondía una hipoteca, las ganas de un viaje a la India y un ex que la había partido en dos hacía ni mucho ni poco. Pero nada de eso estaba escrito ni lo sabía con exactitud.

Un día, tiempo después, conocí a una chica que me recordaba a ella. Era una alumna de una especie de curso para escritores noveles al que yo asistía en calidad de conferenciante un par de veces al mes con pocas ganas y mucha necesidad. Cristina. Yo la llamaba Candy, porque aún no me había deshecho de mi toque hortera de famoso trasnochado. Como toda relación entre profesor y alumna la cosa nació con la pasión de lo prohibido y acabó muriendo en lo absurdo. Me quedé con la sensación de que me había ayudado a superar algo, quizá a Emma, pero no estaba seguro. La volví a ver un año después, puede que dos. Un sábado tranquilo, en un garito del centro. Ella estaba con un tipo muy alto, una falda muy corta y pocas ganas de hablar. No volví a saber de ella jamás.

Conocí después a Emma, una vecina dentista con la que coincidía a veces a la hora de desayunar. Me hizo gracia su nombre y de ahí cuatro o cinco invitaciones a café y de ahí a la cama y a complicarnos la vida. Una noche fuimos a cenar, me emborraché, me puse insoportable e incluso la hice llorar. No me inmutaron sus lágrimas, así que me di asco, renuncié a lo agradable de compartirlo todo con ella y no la volví a ver tampoco nunca más. Supe que se casó con un dentista meses después, pero esa es otra historia.

Comprendí por aquel tiempo que sólo me llamaba la atención cualquier cosa que me hiciera sentir conectado a Emma. La apariencia, el nombre, alguna afición, cualquier cosa me alimentaba aquella enfermiza obsesión Yo la había creado y la conocía mejor que nadie, por lo que sabía dónde verla reflejada. Perdí la ocasión de estar con una persona de verdad, con alguien que me quisiera bien. Dejé pasar la oportunidad de rehacer mi vida por encontrarla, por no conformarme con imitaciones. Imitaciones de mi imaginación infantil, desesperante y absurda.

Ha pasado desde entonces ya un tiempo, me he convertido en un tío solitario, que escribe críticas de cine en un periódico local para llenar la nevera y que da pena. A menudo pienso en Emma, en mi Emma, y me dan ganas de buscarla por ahí. Me niego a creer que ideara un personaje que me hundiera y que no existe, que me hiciera ser su esclavo ya para siempre, buscando su sombra en cada esquina y sus maneras en cada cuerpo de mujer.

Y así me paso los días. Deseando no haberla pensado jamás, no haberla dejado escrita en ningún lado y que nadie la hubiese leído nunca. Tratando de vivir rápido hasta que esta pesadilla se transforme en un delirio total que me ayude a olvidar. Maldiciendo mi figura de escritor de éxito efímero, odiando a aquel chaval desaliñado que la conoció antes que yo por mi culpa y ahorrando para invitarla al último estreno, acompañarla a la India o decirle que la quiero.

Soñando, en fin, con encontrarla un día, besarla diez segundos y temblar para el resto de mi vida, como tiemblo ahora al imaginarlo, sabiendo que pese a todo no estoy preparado para algo así.

© Pedro Letai

2010

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