18.6.10

El compromiso y ella

Son las seis menos veinte de un viernes deportado. Pensaba desayunar con el Big Ben y simplemente rasco el bolsillo para la última cajetilla de la noche en una gasolinera de extrarradio. No me dejaron subir a ese avión. Los minutos pasan despacio y la música suena en el viejo Volkswagen. Cada cigarro es la fecha de caducidad de nuestro encuentro nocturno. Me fumo éste y me voy. Y ella no llama. Y me enciendo otro pensando lo mismo. Ese ritual se sucede a lo largo de casi media cajetilla, casi 50 minutos o casi un directo entero de Coldplay. No tengo ganas de nada más que de quedarme en mi silencio y esperar.


El compromiso ya se olvidó de mí. Hace tiempo que no lo veo por ninguna parte. De tanto darle la espalda se cansó de mis rechazos y no lo volví a ver. Caí en las noches largas y jugando siempre al límite aquí sigo. Siempre por los pelos, pero siempre en pie. Alguna noche me crucé con aquella que me despertaba con sus nudillos en la ventanilla y me miró con cara de compasión. Como el que mira al perdedor. Pero al perdedor ya le daba igual.


Crucé caminos oscuros, mal rodeado a veces, pero siempre encontrando la luz al final. Las rubias altaneras se divirtieron conmigo. Las camareras drogadas de horarios peligrosos trataron de robarme la salud sin conseguirlo y los coches en segunda fila iban desapareciendo mientras yo aún seguía en pie. El corazón estaba intacto ya desde hacía tiempo.


Mientras trato de arreglar la piedra del mechero recuerdo el frío de aquellas noches en el Volkswagen. El frío, el dolor y la agradable soledad abrigada en silencio que se rompía con aquellos nudillos. Ahora estaba ahí otra vez. Pero sabía que nadie me sacaría esta vez de mi mundo. Todo había cambiado.


Fue un teléfono móvil lo que me despertó esta vez. Sobresaltado y desorientado, lo primero que hice fue mirar las ventanillas. No vi ni un alma mientras el molesto pitido continuaba en su intento por llamar mi atención. Descolgué y oí su voz. Entonces recordé que me había dormido esperándola y arranqué.


En su bar tampoco me dejaron entrar, así que nuevamente rechazado me dediqué al resto de la cajetilla y a cambiar la música mientras veía el amanecer de la calle. Ella salió rápido. Creo que al segundo o tercer cigarro.


Bajé del coche sin saber qué decir. Sólo quería mirarla. Me gustaba esa chica. Fue en ese mismo momento cuando bajando por la acera vi acercándose hasta nosotros algo de lo más familiar. Y quedé paralizado.


Ese algo familiar me miró y siguió acercándose. Cuando el encuentro se hacía inevitable ella hizo un gesto. Un gesto rápido pero contundente. Y ese algo familiar se detuvo. El compromiso se alejó, mirándome sorprendido. Yo sonreí y pasando mi brazo por su cintura dibujé la felicidad y la besé en la mejilla.

© Pedro Letai

2005

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