29.12.10

Barcelona Texas Hold'em


Yo no sé si existe el más allá, pero seguro que en algún lado hay hombres buenos, mezcla de mala leche y ternura, como era mi abuelo. El abuelo que se me fue muy pronto y se perdió muchas cosas. Cuánto me habría gustado ver con él la película del Gran Torino, su coche de siempre. Y cuánto le habría gustado, a él que tanto le gustaban las mujeres de verdad, conocer a mi chica. Un metro sesenta de electricidad y detalle, como en la factura de la luz. Mi chica, en el asiento de al lado.


Perdí a mi abuelo en el 85 y a ella la conocí tiempo después, un día al caer el sol, cuando todo se convertía en noche y ella se confundía entre lo más oscuro y se enganchaba a la luna para alcanzar las estrellas y teñirlas con su piel en un ritmo solitario y noctámbulo. Y por la mañana amanecíamos en su cama, donde a veces la despertaban sus hijas metiéndosele dentro y diciéndole que no querían soñar más. Soñad conmigo, les calmaba ella. Y yo soñaba con ella también.


Yo nunca contemplaba todo aquello, pero lo imaginaba. Y me imaginaba a sus niñas riendo sobre ese colchón que era nuestra interminable luna de miel. Y a su hija la pequeña, que me voló la cabeza desde que un día la conocí y me agarró de pronto la mano, partiéndome en dos mientras yo trataba de aguantar el tirón sin que nadie se diera cuenta de que yo no era ningún tipo duro, pese al whisky con hielo y el tabaco puro.


Me desperté con verdadera emoción la mañana en que salía nuestro tren. Fui leyendo en el viaje, distrayéndome a ratos con ella, tramando liderar un motín o estudiar Historia mientras íbamos y veníamos de la cafetería. Como hacía una noche fantástica, al llegar cenamos todos en el porche y bebimos casi hasta el amanecer, hablando de nuestras cosas de siempre y riéndonos en la nostalgia de todo lo vivido. Después todos quisieron, una vez más, desplumarme sin piedad jugando a lo que llamaban póker, que en realidad era un Texas Hold’em.


Con cien pavos menos y muchas ganas de seguir amándonos nos fuimos a dormir para que ella tiñera las estrellas a tiempo una vez más y que todos los hombres buenos, si los había, lo disfrutaran desde su lugar.


Y es que yo no necesitaba nada más que un viaje en tren para una noche entre amigos y mil a su lado.


Al final mi vida ya sólo éramos nosotros y todas esas pequeñas cosas y todas aquellas canciones tristes que habíamos ido dejando atrás en cada estrella. En cada partida. En cada caricia.

© Pedro Letai

2010

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